Si la actual situación española acoquina a Eurolandia, zarandea las bolsas, aleja inversores y provoca el rechazo de nuestros bonos, no es por el tamaño de nuestra deuda pública (75,1% del PIB) ligeramente superior a la alemana e inferior a la francesa y muy por detrás de la de Grecia, Italia y Bélgica. Es por su deuda global (privada + pública), equivalente al 350% del PIB (aquí batimos todos los récords a escala mundial), en un contexto de crecimiento vertiginoso del déficit público (16,3% del PIB), de hundimiento económico (PIB de -5,2%) y brutal ascenso del desempleo (5.400.000).
Nosotros no hemos entrado en crisis por haber importado riesgos (las subprime); nuestra debacle arranca de una crisis de sobreproducción en la esfera de la construcción, trasladada a la banca que la ha alimentado con grandes préstamos de la finanza europea, y al Estado que ha apuntalado a la banca al entrar en quiebra. Hubiésemos entrado en crisis aunque no se hubieran producido las convulsiones internacionales y esto nos constituye en exportadores terroríficos de riesgo.
El 45% de de la deuda global corresponde a los bancos que, con la excepción del Santander, BBVA, la Caixa y algún otro, están quebrados. Los esfuerzos gubernamentales para sostener esa quiebra han contribuido al ascenso del déficit público, ya de entrada lastrado por el peso muerto de una estructura política de monstruoso parasitismo y corrupción y por nuestra dependencia energética, a lo que se han sumado el aumento de los gastos sociales contracíclicos y el hecho de que no vendemos fuera ni una escoba. Eso no deja otra vía que el incremento de la deuda pública, todavía limitado, pero que hará insostenible en poco tiempo, por los mayores intereses que implicará la degradación de nuestros títulos. Además, gran parte de ese incremento, en manos de la CCAA, está fuera de control. En un marco de deflación y de paro descomunal el recurso al aumento de impuestos no obtendrá ningún alivio serio del déficit y la deuda pública; por el contrario, ahondará en desmoronamiento económico y el paro.
En estas condiciones, el pueblo trabajador español no debería aceptar ningún plan que no implicase de modo previo a cualquier otra cosa, los siguientes puntos mínimos:
a) Soberanía nacional: el Estado debe disponer de las facultades rectoras precisas en materia económica y social, empezando por la fijación de los tipos de interés y la determinación de las tasas de cambio de su moneda. Abandono del euro.
b) Supresión del Estado de las Autonomías, cupos, fueros y senado, reducción del minifundismo municipal y eliminación de los gastos parasitarios derivados del régimen: financiación de partidos, sindicatos, patronales, iglesias, casa real, etc.
c) Reestructuración del sistema financiero. Pero no para convertir las cajas en bancos privados, ni para “nacionalizar” a un sector de los mismos con el fin de recapitalizarlo a costa del contribuyente; sino para erigir un sistema bancario estatal único, con carácter de servicio, con pago de tasas a cambio de los créditos, no de intereses.
d) Socialización del sector de la energía. Nuclearización.
e) Política de reindustrialización centrada en la producción de bienes de equipo e infraestructuras, industria agroalimentaria y otros sectores, como el naval y de armamento, en los que ya fuimos importantes. Turismo de calidad. Amplísimos planes de reforestación. Todo ello implica un gigantesco esfuerzo de modernización tecnológica en el marco de grandes instituciones públicas, sometidas a intenso control democrático. Mantenimiento de un espacio mercantil de autónomos y pymes pues es imposible técnicamente universalizar la socialización.
Naturalmente, esto no es posible en el marco del régimen, del respeto a los sagrados intereses de bancos y oligopolios ni de los montajes de Eurolandia. Tampoco lo hará posible ningún proceso electoral del régimen. Exige la acción directa de masas.
REBELIÓN NACIONAL, REPÚBLICA, SOCIALISMO