Israel, según nos cuentan, es la única democracia de Oriente Medio y esto la legitima para defenderse por todos los medios de sus enemigos. También se debería explicar la razón por la que «su derecho a existir» en sus 66 años de historia le ha granjeado tantas enemistades y amenazas. Sin lugar a dudas, esta hostilidad se debe al expolio sistematizado, a sangre y fuego, de los territorios de sus vecinos y el sojuzgamiento de sus poblaciones.
Es el ominoso caso de Palestina. Formalmente, Cisjordania y la Franja de Gaza se hallan bajo la administración de la Autoridad Nacional Palestina, el embrión del futuro Estado palestino que nunca ve la luz. Pero a pesar de su estatus oficial de territorios autónomos, no son más que territorios ocupados bajo tutela del Estado Hebreo. Concretamente, la Franja es un gueto en el que se hacinan un millón y medio de personas en una pequeña porción de tierra que arroja una de las densidades de población más altas del planeta. Separada de Cisjordania por un muro cuyo franqueo sólo se puede realizar por puntos controlados por Israel, padece el estrangulamiento económico y humanitario por el bloqueo impuesto por tierra, mar y aire desde que fuera declarada por Tel Aviv como «entidad hostil» ante el ascenso de la formación islamista Hamás. Israel podría describir con pelos y señales cómo alimentó al monstruito islamista en la década de los 70 y 80 para sembrar la discordia y debilitar al movimiento de liberación nacional palestino laico que, ahora crecido, le lanza cohetes y se le enfrenta.
Cuál es titulo que presenta Israel desde su fundación para ocupar territorios, expansionarse y establecer asentamientos de colonos sobre tierras que no les pertenecen: ser los hijos de Abraham, Isaac y Jacob, «el Pueblo elegido por Dios» según el Antiguo Testamento para poseer «la tierra prometida». No en vano, el Estado de Israel se autoproclama como Estado Judío. Por lo que resulta que sus bases, su fundamento, a diferencia de las democracias, es teocrático y racial. Basta con ser judío de Brooklyn, Buenos Aires o Kiev para acceder la ciudadanía israelí y ocupar unas tierras que nunca le pertenecieron y expulsar a sus habitantes.
No debe sorprender pues, que cuando actúa su ejército, el Tzáhal, lo haga en proporción a las míticas matanzas de cananeos y filisteos que describen los pasajes bíblicos y que durante la actual ofensiva, Margen protector, los colonos, congregados en las colinas que rodean Gaza como quien en un solaz día asiste a un espectáculo pirotécnico, hayan celebrado cada bomba, cada misil y cada proyectil disparado contra los palestinos como el designio de Yahvé para proteger a su pueblo favorito de sus enemigos.
El ejército israelí, impúdicamente, alardea de su escrupuloso y civilizado modo de operar evitando al máximo víctimas civiles, pero las cifras de bajas causadas por sus devastadores ataques lo desmienten: si en la precedente operación Plomo fundido de 2008-2009 perecieron cerca de 1.400 palestinos, al menos la mitad civiles, en la actual Margen Protector, ya se contabilizan 1.800, la mayoría civiles, de los cuales, cerca de 400 serían niños… Y la cifra aumenta por cada día que pasa. Tan escandaloso es el resultado de sus genocidas bombardeos indiscriminados que sus amigos del Pentágono les han pedido minimizar las bajas civiles.
Israel ha vuelto a meterse en un cenagal: son ya más de 60 los soldados judíos muertos en combates con las milicias de Hamás desde que se inició la invasión de Gaza, un número muy elevado si se compara con las bajas padecidas en la operación de hace más de un lustro. Ello explicaría el apresurado repliegue de sus tropas a la frontera. Sin embargo, el primer ministro israelí, Netanyahu, ha afirmado que no cesará la ofensiva hasta alcanzar todos sus objetivos: la destrucción de todos los arsenales y cada uno de los túneles e infraestructuras desde los que Hamás ejecuta sus ataques. Esto significa borrar del mapa buena parte de Gaza y sus habitantes mientras se llega a un cese el fuego.
La «comunidad internacional» vuelve a repetir las mismas cantinelas condenatorias vacías, sin efecto ni medidas de presión que las acompañen, sobre la brutalidad israelita. Hasta el presidente de EEUU, Obama, fiel a su título de Nobel de la Paz, se permite lamentar, en una demostración de cinismo bochornoso, las víctimas civiles producidas en el campo palestino a la vez que aprueba una ayuda urgente de envío de municiones a cargo del contribuyente norteamericano para impedir que la maquinaria de exterminio israelí interrumpa su infernal destrucción.
Es la cobertura que en todo momento y bajo cualquier administración, republicana o demócrata, presta Washington a Tel Aviv el motivo por el que el excepcionalismo israelita puede actuar sin restricciones ni acotaciones contra todo derecho internacional y quedar impune. Ambos naciones, Estados Unidos e Israel comparten un «destino manifiesto», de comunes raíces bíblicas, como pueblos que se consideran a sí mismos designados por la providencia para imponer su ejecutoria de muerte y caos allí dónde sus intereses lo justifiquen. Quien dice Israel debe saber quién está detrás: es esta identidad inequívoca la que permite hablar de imperialismo yanqui-sionista, con Israel ejerciendo de procónsul de la potencia atlántica en Oriente Medio.