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El superministro Rubalcaba ha ocupado diversos cargos a lo largo de su dilatada carrera en las filas del PSOE. Es un superviviente del felipismo casposo y parece que también lo será del friki-zapaterismo. Según los sondeos demoscópicos, es el miembro del ejecutivo mejor valorado. Actualmente, tras la última remodelación del gobierno de Zapatero, quién sabe si inspirada por Zarzuela, Rubalcaba acumula en sus manos varias carteras: vicepresidente primero, portavoz e Interior.
Tal concentración de poder, insólita en los países de nuestro entorno, obedece a los deseos del aparato del PSOE de reconducir su situación de declive o, al menos, de mantener la cohesión del partido hasta momentos más propicios. Pero esta maniobra tiene un alcance que trasciende el interés puramente partidista. El PSOE es el partido-institución del juancarlismo: en un escenario de crisis socio-económica sin perspectiva de solución inmediata y con un ejecutivo desacreditado, tanto en el plano interno como en el internacional –e incluso a ojos de sus propias huestes–, sólo cabe la defenestración de Zapatero en aras de la estabilidad del PSOE y del propio régimen. La reciente ejecutoria de Rubalcaba permite afirmar de él que, al margen de que retenga su habitual habilidad para manejar los fogones en la sombra, proyecta cuando conviene una preeminencia pública que, de facto, le convierte en el hombre fuerte de la situación.
Todo el mundo sabe que Zapatero, salvo algún milagro, es un moribundo que difícilmente sobrevivirá a los comicios de mayo. Huelgan las especulaciones sobre si Rubalcaba es o no el candidato llamado a suceder a ZP en vistas a las elecciones generales de 2012. Allá ellos con sus guerras intestinas. Lo que, sin duda, nos consta es la intachable hoja de méritos de Rubalcaba al servicio del PSOE y el juancarlismo.
Como ministro de Educación y Ciencia impulsó la LOGSE, ley que removió los fundamentos de la enseñanza y cuyos efectos todavía están a la vista: ha generado analfabetos funcionales de modo masivo; ha multiplicado el fracaso escolar; y, año tras año, un sistema educativo mermado, incluida la enseñanza universitaria, quedan a la cola de todas las clasificaciones internacionales que sobre la materia se realizan.
Ya ministro de la Presidencia y relaciones con las Cortes, asumió el papel de portavoz de gobierno en un periodo en el que, día sí y al otro también, salían a la luz pública los escándalos de corrupción y terrorismo de Estado bajo el gobierno de Felipe González: Rubalcaba negó sistemática y reiteradamente cualquier relación del ejecutivo del PSOE con los GAL y taponó la desclasificación de los papeles del CESID sobre el asunto. El procesamiento y encarcelamiento de los chivos expiatorios Vera, Barrionuevo y Sancristóbal, entre otros cargos pertenecientes o vinculados con el gobierno del PSOE, revelaron la catadura y patología de Rubalcaba: mentiroso compulsivo.
En la oposición, designado miembro del Comité federal del PSOE, pese a apoyar la candidatura de Bono frente a Zapatero, dirigió la estrategia electoral del partido en 2004, culminada el 13 de marzo, tras la masacre del 11-M, con el agitativo «pásalo» y «nos merecemos un gobierno que no nos mienta». Este golpe de efecto sirvió para movilizar a las turbas durante la jornada de reflexión y contribuyó a la victoria electoral del PSOE de manera decisiva. ¡Ni Goebbels!
Toda una exhibición de genio manipulador sin igual en la administración de la conmoción y el espanto de los españoles. Sin embargo, el sentido profundo de esta jugada, pese a su aparente contradicción, era dar una salida y sostener la verdadera mentira pergeñada por el propio gobierno de Aznar desde las primeras horas de la matanza: la de un atentado que, sembrado de pistas falsas, apuntaba a la autoría islamista.
Tras su paso por las Cortes como portavoz del grupo socialista, fue nombrado ministro de Interior en 2006 para dirigir el “proceso de paz” del gobierno de ZP con ETA. El chivatazo del bar Faisán, delación por la que policías dependientes del ministerio prevenían a etarras de una detención inminente, expresaba el grado de colaboración alcanzado entre el ejecutivo de Zapatero y la banda terrorista. Hasta la fecha, no han sido depuradas las responsabilidades ni pesa condena sobre nadie. La Audiencia Nacional ha echado un capote a Rubalcaba: ha exonerado finalmente al número dos de Interior, el secretario de Estado de Seguridad, Antonio Camacho, cuyas trazas telefónicas le llevaban a la escena del crimen.
A día de hoy, prosigue el “proceso de negociación”, como pieza inseparable de la hoja de ruta confederal del régimen. Tras un tiempo en el que el ministro, en loor a su eficacia al frente del ministerio, anunciaba todas las semanas la detención del sanguinario número 1 de ETA y la desarticulación de su cúpula, Rubalcaba ahora oficia de guionista y director de la función teatral «el final de la violencia». Indica a los etarras e “izquierda abertzale” lo que tienen que decir, cuándo y cómo. Bajo su consigna de «bombas o urnas» se escenifica, paso a paso, “la paz” que desemboca, entre comunicado y comunicado de alto el fuego y tregua de ETA, en la conversión al pacifismo de los batasunos. Según el esperanzado híper-ministro, «es la primera vez en muchos años de violencia que la ilegalizada Batasuna rechaza expresamente la violencia de ETA». Con todo, Rubalcaba refrena a los impacientes que, como Pachi López o Eguiguren, quisieran una legalización inmediata de Sortu. Haciendo gala de un exquisito respeto a «nuestro Estado de Derecho», espera que decidan los jueces, esas señorías que ya han manchado suficientemente sus togas con el polvo del camino. Es el preludio de la reentrada consentida del brazo político de ETA en las instituciones representativas del juancarlismo. Es un acto más de la representación cuyo desenlace final lleva a la constitución, vía estatuto autonómico, de la borbónica nación vasco-navarra.
Rubalcaba es el hombre que alardea saber «todo de todos». No en vano, a él se debe el afianzamiento de SITEL, un sistema de espionaje informático para el seguimiento y grabación de las comunicaciones telefónicas de los ciudadanos, cuya dotación fue aprobada por el entonces gobierno del PP.
En fin, el tri-ministro es el puño de hierro que impuso el estado de alarma y la militarización del espacio aéreo y de los controladores para celebrar su imparable ascenso a valido del reino.
Comparado en ocasiones, desacertadamente, con Maquiavelo y en otras con Fouché, con quien ciertamente sí comparte las artes maniobreras y el control del aparato represivo, creemos que Rubalcaba se merece un sobrenombre propio por justicia y no el derivado de las siempre odiosas comparaciones: le viene bien el de gran fontanero del régimen. Si el primero de los citados inauguró una ciencia y, el segundo sobrevivió en el puesto de mando a varios regímenes merced a la intriga, Rubalcaba siempre ha servido al mismo régimen designado como perito de sus cloacas, desagües y sumideros.