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Revueltas árabes y Libia: ¡contra toda intervención imperialista!
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La chispa ha prendido en Tunicia. Una revuelta en el Túnez profundo por el encarecimiento del pan se ha transmutado en una contagiosa oleada de rebeliones en el norte de África y Oriente Medio. Del medio rural tunecino pasó al medio urbano cuando se hicieron con el protagonismo, principalmente, jóvenes occidentalizados. Y del Magreb se extendió hacia oriente. En Egipto, la rebelión se focalizó en El Cairo, una inmensa metrópolis, y en sus clases urbanas. Los mandatarios de las repúblicas de Túnez y Egipto, Ben Alí y Mubarak respectivamente, han sido ya derrocados. El rey de Jordania cambió a todo su gabinete con las primeras manifestaciones. Se dan protestas en Yemen, Bahréin, Omán, Arabia Saudí… y una guerra civil en LibiaLa chispa ha prendido en Tunicia. Una revuelta en el Túnez profundo por el encarecimiento del pan se ha transmutado en una contagiosa oleada de rebeliones en el norte de África y Oriente Medio. Del medio rural tunecino pasó al medio urbano cuando se hicieron con el protagonismo, principalmente, jóvenes occidentalizados. Y del Magreb se extendió hacia oriente. En Egipto, la rebelión se focalizó en El Cairo, una inmensa metrópolis, y en sus clases urbanas. Los mandatarios de las repúblicas de Túnez y Egipto, Ben Alí y Mubarak respectivamente, han sido ya derrocados. El rey de Jordania cambió a todo su gabinete con las primeras manifestaciones. Se dan protestas en Yemen, Bahréin, Omán, Arabia Saudí… y una guerra civil en Libia.

En Occidente se han presentado estos acontecimientos como el triunfo de la libertad y la democracia en el mundo árabe musulmán. Sin embargo, no existen elementos significativos que permitan calificar como tales estas revueltas. En el mejor de los casos, las masas de árabes que han salido a la calle han descubierto el ágora. Les queda ahora por descubrir, entre otras cosas, la separación entre la esfera política y la religiosa y la igualdad civil entre mujeres y hombres.

 

Los protagonistas

Estos estallidos han sorprendido a los gobiernos norteamericanos y europeos que han jugado la baza de sostener a los sátrapas de estos regímenes hasta el último momento: a Mubarak, cuyo partido estaba adscrito a la Internacional Socialista, se le instaba desde aquellos gobiernos a la adopción de medidas reformistas para evitar su caída. Y sólo han roto amarras tras ser caracterizadas ante la opinión pública estas rebeliones como pro-occidentales, democráticas y liberales. De los islamistas, incluso de los poderosos Hermanos Musulmanes egipcios, poco se ha sabido en las televisiones.

Tanto en Túnez como en Egipto se ha tratado de explosiones sociales, encabezadas por estudiantes y jóvenes parados, secundados por la masa empobrecida por las políticas neoliberales de sus gobiernos. Fueron inicialmente algaradas ante el aumento del precio de los alimentos, especialmente del pan y los derivados de los cereales, base de la alimentación de estos países. Tras las reclamaciones socio-económicas han aflorado exigencias de tipo político en su formulación más básica: contra la tiranía. Los regímenes de Ben Alí y Mubarak tenían en común algunas cosas: autoritarios de apariencia parlamentaria en manos de ex militares convertidos en presidentes vitalicios, inmersos en el mundo capitalista y con unas clases acomodadas permeables a la influencia cultural occidental, y extremadamente corrompidos por el nepotismo de sus dirigentes.

Se ha destacado el papel de las redes sociales tipo Facebook o Twitter, de las nuevas tecnologías de la comunicación, como fundamentales en la movilización de los activistas. Han sido estos jóvenes huidos al mundo virtual de internet los protagonistas. Pero no para hacer una revolución contra Occidente o contra el capitalismo sino para lo contrario, para asimilarse a ese imaginario occidental que se han formado gracias a internet y a las televisiones vía satélite.

 

Las perspectivas

El que, finalmente, estos tiranos hayan sido depuestos, no quiere decir que realmente algo haya cambiado en el norte de África. Lo más probable es que asista a maniobras de tipo gatopardista por las oligarquías nativas: que todo cambie para que todo siga igual.

Si Túnez no es más que un atractivo destino turístico del Mediterráneo conmovido por la revuelta, no puede decirse lo mismo de Egipto. Por su situación geopolítica y su peso en Oriente Medio, el nuevo escenario post-Mubarak no está exento de incertidumbres que podrían afectar al statu quo de la zona. Todo apunta a un proceso de “transición democrática” tutelado por el ejército, con el beneplácito de EEUU e Israel. Pero esto abre diversas incógnitas. En un país que ha de partir de tabula rasa para montar un tenderete pluripartidista, a imagen y semejanza de los Estados de partidos occidentales, no debería descartarse como posibilidad, por ejemplo, el ascenso del siempre latente islamismo radical.

Si bien, se dice que la primera revolución democrática de la historia, la Revolución Francesa, detonó en las colas de las panaderías, el mundo árabe tiene mucho recorrido que hacer todavía. La mayoría de sus poblaciones son agrarias y perviven los lazos tribales por encima de otros vínculos. En cualquier caso, viven mayoritariamente ancladas a la cultura islámica cuyo fundamento, en muchos casos, es hostil a nociones que constituyen el basamento de la democracia: laicidad, ciudadanía, república.

El mundo árabe, si puede calificarse así al heterogéneo conjunto de países que se extiende de Oriente medio al Norte de África bajo diferentes regímenes, y cuyo común denominador podría ser la lengua árabe, la religión musulmana como mayoritaria y la veneración a la diva Um Kulzum, siempre ha sufrido la misma deriva oligárquica y dictatorial: la perpetuación de castas y dinastías corruptas cuya instauración vino, en algunos casos, tras las luchas anticoloniales y anti-imperialistas y, en otros, asociadas a la explotación de yacimientos petrolíferos bajo la tutela de la potencia de turno.

Todos los intentos del mundo árabe por asimilar los ideales de modernidad alumbrados por la veta racional de la cultura europea han fracasado: nacionalismo político, democracia, laicidad y socialismo han zozobrado ante la inercia de unas sociedades aferradas a la tribu y a una religión que dificulta el desarrollo de una cultura política secular. Sin duda, a ello también han contribuido las asechanzas del imperialismo yanqui-sionista, presto a instigar las tentaciones retrógradas de esos pueblos por recuperar del pasado un pretendido esplendor que mira hacia el rigorismo y el fundamentalismo islámico. Cuando no han sufrido la intervención directa, manu militari, de ese imperialismo.

A esto se suma el hecho de que en la propia Europa, los ideales antes mencionados están siendo arrasados por la oleada de individualismo, hedonismo y nihilismo que fomenta el triunfo liberal capitalista.

 

Libia es diferente

Caso aparte es el de Libia. La república de Libia, reciclada y readmitida recientemente en la llamada comunidad internacional, vive hoy una situación de guerra civil. Asistimos a un intento de derrocar a Muamar el Gadafi por parte de las tribus preteridas en su “Estado de las Masas”, apoyadas en sus redes de influencia en el ejército, mediante un levantamiento armado desde sus mismos inicios. Este alzamiento podría estar inspirado por un tercer interesado, EEUU, quien aprovecha la efervescencia de las “revoluciones jazmines” como cortina de humo para asestar un golpe encubierto a un enclave de gran importancia geoestratégica por sus riquezas petroleras. Libia es el cuarto productor de petróleo en África y ha duplicado sus exportaciones de gas natural en los últimos años. Además, posee grandes reservas de petróleo y gas natural.

Concurren también los imperialismos de Europa y las potencias emergentes China y Rusia –con los que Gadafi se había congraciado en los últimos tiempos–, ávidos por no perderse su trozo de pastel ante la iniciativa norteamericana. Ésta, como siempre bajo pretextos humanitarios, amenaza con una intervención militar. Para desactivar a sus competidores, podría desplegar a la OTAN bajo la advocación de alguna resolución de la ONU para imponer en Libia, a toque de corneta, su férula diplomático-militar, o incluso verse tentado a una intervención directa.

 

Con ocasión de la situación de Libia, la izquierda mayoritaria que representa el gobierno de Zapatero está desvelando su impronta criminal. Aparcando su hipócrita discurso del «no a la guerra» se ha puesto a rastras del imperialismo yanqui, jaleando el asalto a Libia y presto a cederle para ello nuestra soberanía nacional cual portaviones de la VI flota.

Merece consideración un último apunte sobre las reacciones que han producido estos procesos en los medios de la izquierda radical: el enaltecimiento de las “masas árabes” como nuevo sujeto revolucionario. En la tónica habitual de esa izquierda, el enésimo mesías redentor de la “humanidad” también es tercermundista.

 

El Partido Nacional Republicano no alienta ninguna vía para el mundo árabe ni censura el camino que puedan elegir sus pueblos para poner o deponer a quien quieran. Antes bien, se opondrá siempre a las injerencias del imperialismo y sus secuaces que, bajo cualquier pretexto o bajo cualquier forma, diplomática o militar, aspiren a alterar o imponer el destino de esos pueblos. Denuncia, por ello, el repugnante papel de Zapatero como lacayo de Obama en la presente crisis, secundado con alborozo por todas las fuerzas de la derecha política y mediática.

 
Los protagonistas
Estos estallidos han sorprendido a los gobiernos norteamericanos y europeos que han jugado la baza de sostener a los sátrapas de estos regímenes hasta el último momento: a Mubarak, cuyo partido estaba adscrito a la Internacional Socialista, se le instaba desde aquellos gobiernos a la adopción de medidas reformistas para evitar su caída. Y sólo han roto amarras tras ser caracterizadas ante la opinión pública estas rebeliones como pro-occidentales, democráticas y liberales. De los islamistas, incluso de los poderosos Hermanos Musulmanes egipcios, poco se ha sabido en las televisiones.
Tanto en Túnez como en Egipto se ha tratado de explosiones sociales, encabezadas por estudiantes y jóvenes parados, secundados por la masa empobrecida por las políticas neoliberales de sus gobiernos. Fueron inicialmente algaradas ante el aumento del precio de los alimentos, especialmente del pan y los derivados de los cereales, base de la alimentación de estos países. Tras las reclamaciones socio-económicas han aflorado exigencias de tipo político en su formulación más básica: contra la tiranía. Los regímenes de Ben Alí y Mubarak tenían en común algunas cosas: autoritarios de apariencia parlamentaria en manos de ex militares convertidos en presidentes vitalicios, inmersos en el mundo capitalista y con unas clases acomodadas permeables a la influencia cultural occidental, y extremadamente corrompidos por el nepotismo de sus dirigentes.
Se ha destacado el papel de las redes sociales tipo Facebook o Twitter, de las nuevas tecnologías de la comunicación, como fundamentales en la movilización de los activistas. Han sido estos jóvenes huidos al mundo virtual de internet los protagonistas. Pero no para hacer una revolución contra Occidente o contra el capitalismo sino para lo contrario, para asimilarse a ese imaginario occidental que se han formado gracias a internet y a las televisiones vía satélite.
 
Las perspectivas
El que, finalmente, estos tiranos hayan sido depuestos, no quiere decir que realmente algo haya cambiado en el norte de África. Lo más probable es que asista a maniobras de tipo gatopardista por las oligarquías nativas: que todo cambie para que todo siga igual.
Si Túnez no es más que un atractivo destino turístico del Mediterráneo conmovido por la revuelta, no puede decirse lo mismo de Egipto. Por su situación geopolítica y su peso en Oriente Medio, el nuevo escenario post-Mubarak no está exento de incertidumbres que podrían afectar al statu quo de la zona. Todo apunta a un proceso de “transición democrática” tutelado por el ejército, con el beneplácito de EEUU e Israel. Pero esto abre diversas incógnitas. En un país que ha de partir de tabula rasa para montar un tenderete pluripartidista, a imagen y semejanza de los Estados de partidos occidentales, no debería descartarse como posibilidad, por ejemplo, el ascenso del siempre latente islamismo radical.
Si bien, se dice que la primera revolución democrática de la historia, la Revolución Francesa, detonó en las colas de las panaderías, el mundo árabe tiene mucho recorrido que hacer todavía. La mayoría de sus poblaciones son agrarias y perviven los lazos tribales por encima de otros vínculos. En cualquier caso, viven mayoritariamente ancladas a la cultura islámica cuyo fundamento, en muchos casos, es hostil a nociones que constituyen el basamento de la democracia: laicidad, ciudadanía, república.
El mundo árabe, si puede calificarse así al heterogéneo conjunto de países que se extiende de Oriente medio al Norte de África bajo diferentes regímenes, y cuyo común denominador podría ser la lengua árabe, la religión musulmana como mayoritaria y la veneración a la diva Um Kulzum, siempre ha sufrido la misma deriva oligárquica y dictatorial: la perpetuación de castas y dinastías corruptas cuya instauración vino, en algunos casos, tras las luchas anticoloniales y anti-imperialistas y, en otros, asociadas a la explotación de yacimientos petrolíferos bajo la tutela de la potencia de turno.
Todos los intentos del mundo árabe por asimilar los ideales de modernidad alumbrados por la veta racional de la cultura europea han fracasado: nacionalismo político, democracia, laicidad y socialismo han zozobrado ante la inercia de unas sociedades aferradas a la tribu y a una religión que dificulta el desarrollo de una cultura política secular. Sin duda, a ello también han contribuido las asechanzas del imperialismo yanqui-sionista, presto a instigar las tentaciones retrógradas de esos pueblos por recuperar del pasado un pretendido esplendor que mira hacia el rigorismo y el fundamentalismo islámico. Cuando no han sufrido la intervención directa, manu militari, de ese imperialismo.
A esto se suma el hecho de que en la propia Europa, los ideales antes mencionados están siendo arrasados por la oleada de individualismo, hedonismo y nihilismo que fomenta el triunfo liberal capitalista.
 
Libia es diferente
Caso aparte es el de Libia. La república de Libia, reciclada y readmitida recientemente en la llamada comunidad internacional, vive hoy una situación de guerra civil. Asistimos a un intento de derrocar a Muamar el Gadafi por parte de las tribus preteridas en su “Estado de las Masas”, apoyadas en sus redes de influencia en el ejército, mediante un levantamiento armado desde sus mismos inicios. Este alzamiento podría estar inspirado por un tercer interesado, EEUU, quien aprovecha la efervescencia de las “revoluciones jazmines” como cortina de humo para asestar un golpe encubierto a un enclave de gran importancia geoestratégica por sus riquezas petroleras. Libia es el cuarto productor de petróleo en África y ha duplicado sus exportaciones de gas natural en los últimos años. Además, posee grandes reservas de petróleo y gas natural.
Concurren también los imperialismos de Europa y las potencias emergentes China y Rusia –con los que Gadafi se había congraciado en los últimos tiempos–, ávidos por no perderse su trozo de pastel ante la iniciativa norteamericana. Ésta, como siempre bajo pretextos humanitarios, amenaza con una intervención militar. Para desactivar a sus competidores, podría desplegar a la OTAN bajo la advocación de alguna resolución de la ONU para imponer en Libia, a toque de corneta, su férula diplomático-militar, o incluso verse tentado a una intervención directa.
 
En España
Con ocasión de la situación de Libia, la izquierda mayoritaria que representa el gobierno de Zapatero está desvelando su impronta criminal. Aparcando su hipócrita discurso del «no a la guerra» se ha puesto a rastras del imperialismo yanqui, jaleando el asalto a Libia y presto a cederle para ello nuestra soberanía nacional cual portaviones de la VI flota.
Merece consideración un último apunte sobre las reacciones que han producido estos procesos en los medios de la izquierda radical: el enaltecimiento de las “masas árabes” como nuevo sujeto revolucionario. En la tónica habitual de esa izquierda, el enésimo mesías redentor de la “humanidad” también es tercermundista.
 
El Partido Nacional Republicano no alienta ninguna vía para el mundo árabe ni censura el camino que puedan elegir sus pueblos para poner o deponer a quien quieran. Antes bien, se opondrá siempre a las injerencias del imperialismo y sus secuaces que, bajo cualquier pretexto o bajo cualquier forma, diplomática o militar, aspiren a alterar o imponer el destino de esos pueblos. Denuncia, por ello, el repugnante papel de Zapatero como lacayo de Obama en la presente crisis, secundado con alborozo por todas las fuerzas de la derecha política y mediática.
La chispa ha prendido en Tunicia. Una revuelta en el Túnez profundo por el encarecimiento del pan se ha transmutado en una contagiosa oleada de rebeliones en el norte de África y Oriente Medio. Del medio rural tunecino pasó al medio urbano cuando se hicieron con el protagonismo, principalmente, jóvenes occidentalizados. Y del Magreb se extendió hacia oriente. En Egipto, la rebelión se focalizó en El Cairo, una inmensa metrópolis, y en sus clases urbanas. Los mandatarios de las repúblicas de Túnez y Egipto, Ben Alí y Mubarak respectivamente, han sido ya derrocados. El rey de Jordania cambió a todo su gabinete con las primeras manifestaciones. Se dan protestas en Yemen, Bahréin, Omán, Arabia Saudí… y una guerra civil en Libia.
En Occidente se han presentado estos acontecimientos como el triunfo de la libertad y la democracia en el mundo árabe musulmán. Sin embargo, no existen elementos significativos que permitan calificar como tales estas revueltas. En el mejor de los casos, las masas de árabes que han salido a la calle han descubierto el ágora. Les queda ahora por descubrir, entre otras cosas, la separación entre la esfera política y la religiosa y la igualdad civil entre mujeres y hombres.
 
Los protagonistas
Estos estallidos han sorprendido a los gobiernos norteamericanos y europeos que han jugado la baza de sostener a los sátrapas de estos regímenes hasta el último momento: a Mubarak, cuyo partido estaba adscrito a la Internacional Socialista, se le instaba desde aquellos gobiernos a la adopción de medidas reformistas para evitar su caída. Y sólo han roto amarras tras ser caracterizadas ante la opinión pública estas rebeliones como pro-occidentales, democráticas y liberales. De los islamistas, incluso de los poderosos Hermanos Musulmanes egipcios, poco se ha sabido en las televisiones.
Tanto en Túnez como en Egipto se ha tratado de explosiones sociales, encabezadas por estudiantes y jóvenes parados, secundados por la masa empobrecida por las políticas neoliberales de sus gobiernos. Fueron inicialmente algaradas ante el aumento del precio de los alimentos, especialmente del pan y los derivados de los cereales, base de la alimentación de estos países. Tras las reclamaciones socio-económicas han aflorado exigencias de tipo político en su formulación más básica: contra la tiranía. Los regímenes de Ben Alí y Mubarak tenían en común algunas cosas: autoritarios de apariencia parlamentaria en manos de ex militares convertidos en presidentes vitalicios, inmersos en el mundo capitalista y con unas clases acomodadas permeables a la influencia cultural occidental, y extremadamente corrompidos por el nepotismo de sus dirigentes.
Se ha destacado el papel de las redes sociales tipo Facebook o Twitter, de las nuevas tecnologías de la comunicación, como fundamentales en la movilización de los activistas. Han sido estos jóvenes huidos al mundo virtual de internet los protagonistas. Pero no para hacer una revolución contra Occidente o contra el capitalismo sino para lo contrario, para asimilarse a ese imaginario occidental que se han formado gracias a internet y a las televisiones vía satélite.
 
Las perspectivas
El que, finalmente, estos tiranos hayan sido depuestos, no quiere decir que realmente algo haya cambiado en el norte de África. Lo más probable es que asista a maniobras de tipo gatopardista por las oligarquías nativas: que todo cambie para que todo siga igual.
Si Túnez no es más que un atractivo destino turístico del Mediterráneo conmovido por la revuelta, no puede decirse lo mismo de Egipto. Por su situación geopolítica y su peso en Oriente Medio, el nuevo escenario post-Mubarak no está exento de incertidumbres que podrían afectar al statu quo de la zona. Todo apunta a un proceso de “transición democrática” tutelado por el ejército, con el beneplácito de EEUU e Israel. Pero esto abre diversas incógnitas. En un país que ha de partir de tabula rasa para montar un tenderete pluripartidista, a imagen y semejanza de los Estados de partidos occidentales, no debería descartarse como posibilidad, por ejemplo, el ascenso del siempre latente islamismo radical.
Si bien, se dice que la primera revolución democrática de la historia, la Revolución Francesa, detonó en las colas de las panaderías, el mundo árabe tiene mucho recorrido que hacer todavía. La mayoría de sus poblaciones son agrarias y perviven los lazos tribales por encima de otros vínculos. En cualquier caso, viven mayoritariamente ancladas a la cultura islámica cuyo fundamento, en muchos casos, es hostil a nociones que constituyen el basamento de la democracia: laicidad, ciudadanía, república.
El mundo árabe, si puede calificarse así al heterogéneo conjunto de países que se extiende de Oriente medio al Norte de África bajo diferentes regímenes, y cuyo común denominador podría ser la lengua árabe, la religión musulmana como mayoritaria y la veneración a la diva Um Kulzum, siempre ha sufrido la misma deriva oligárquica y dictatorial: la perpetuación de castas y dinastías corruptas cuya instauración vino, en algunos casos, tras las luchas anticoloniales y anti-imperialistas y, en otros, asociadas a la explotación de yacimientos petrolíferos bajo la tutela de la potencia de turno.
Todos los intentos del mundo árabe por asimilar los ideales de modernidad alumbrados por la veta racional de la cultura europea han fracasado: nacionalismo político, democracia, laicidad y socialismo han zozobrado ante la inercia de unas sociedades aferradas a la tribu y a una religión que dificulta el desarrollo de una cultura política secular. Sin duda, a ello también han contribuido las asechanzas del imperialismo yanqui-sionista, presto a instigar las tentaciones retrógradas de esos pueblos por recuperar del pasado un pretendido esplendor que mira hacia el rigorismo y el fundamentalismo islámico. Cuando no han sufrido la intervención directa, manu militari, de ese imperialismo.
A esto se suma el hecho de que en la propia Europa, los ideales antes mencionados están siendo arrasados por la oleada de individualismo, hedonismo y nihilismo que fomenta el triunfo liberal capitalista.
 
Libia es diferente
Caso aparte es el de Libia. La república de Libia, reciclada y readmitida recientemente en la llamada comunidad internacional, vive hoy una situación de guerra civil. Asistimos a un intento de derrocar a Muamar el Gadafi por parte de las tribus preteridas en su “Estado de las Masas”, apoyadas en sus redes de influencia en el ejército, mediante un levantamiento armado desde sus mismos inicios. Este alzamiento podría estar inspirado por un tercer interesado, EEUU, quien aprovecha la efervescencia de las “revoluciones jazmines” como cortina de humo para asestar un golpe encubierto a un enclave de gran importancia geoestratégica por sus riquezas petroleras. Libia es el cuarto productor de petróleo en África y ha duplicado sus exportaciones de gas natural en los últimos años. Además, posee grandes reservas de petróleo y gas natural.
Concurren también los imperialismos de Europa y las potencias emergentes China y Rusia –con los que Gadafi se había congraciado en los últimos tiempos–, ávidos por no perderse su trozo de pastel ante la iniciativa norteamericana. Ésta, como siempre bajo pretextos humanitarios, amenaza con una intervención militar. Para desactivar a sus competidores, podría desplegar a la OTAN bajo la advocación de alguna resolución de la ONU para imponer en Libia, a toque de corneta, su férula diplomático-militar, o incluso verse tentado a una intervención directa.
 
En España
Con ocasión de la situación de Libia, la izquierda mayoritaria que representa el gobierno de Zapatero está desvelando su impronta criminal. Aparcando su hipócrita discurso del «no a la guerra» se ha puesto a rastras del imperialismo yanqui, jaleando el asalto a Libia y presto a cederle para ello nuestra soberanía nacional cual portaviones de la VI flota.
Merece consideración un último apunte sobre las reacciones que han producido estos procesos en los medios de la izquierda radical: el enaltecimiento de las “masas árabes” como nuevo sujeto revolucionario. En la tónica habitual de esa izquierda, el enésimo mesías redentor de la “humanidad” también es tercermundista.
 
El Partido Nacional Republicano no alienta ninguna vía para el mundo árabe ni censura el camino que puedan elegir sus pueblos para poner o deponer a quien quieran. Antes bien, se opondrá siempre a las injerencias del imperialismo y sus secuaces que, bajo cualquier pretexto o bajo cualquier forma, diplomática o militar, aspiren a alterar o imponer el destino de esos pueblos. Denuncia, por ello, el repugnante papel de Zapatero como lacayo de Obama en la presente crisis, secundado con alborozo por todas las fuerzas de la derecha política y mediática.