Para la mayoría de los liberales, la Nación es la “sociedad civil”: una adición de Individuos, relacionados a través del Mercado, que soportan la existencia de los aparatos del Estado como un mal menor. Para la democracia radical, en la que se inspira el Partido Nacional Republicano, el Estado es la organización política y jurídica de la Nación. De ahí la trascendencia de una participación lo más directa e intensa posible de los ciudadanos en la vida del Estado.
Por ende, la Nación no puede sobrevivir a un Estado que se instituye con vistas a su aniquilación. Un Estado en el que se ha llegado a afirmar, desde instancias gubernamentales, que «la nación española es un concepto discutido y discutible», a la vez que mediante los estatutos de autonomía se va imponiendo que la nación catalana, y tras su ejemplo, la vasca y la gallega, son indiscutidas e indiscutibles.
Una tarea esencial de un Estado antinacional, como es el caso de la monarquía juancarlista, consiste en disolver los vínculos de comunicación entre los nacionales; en destruir las articulaciones integradoras, una de las cuales debería ser la única oficialidad de la lengua española común en el conjunto de las instituciones, administraciones y como vehículo de la enseñanza. Tras más de treinta años de juancarlismo, el senado babeliano de los pinganillos ha venido a dar la razón a la afirmación del PNR según la cual España está destruida como Nación.
No somos los únicos que hemos advertido esa realidad. El catedrático de filosofía y publicista Agapito Maestre, próximo a las ideas del liberalismo, ha escrito recientemente que «la payasada del Senado es una consecuencia de la derrota de la nación española». Maestre no pone en primer plano el despilfarro que supone ese Senado plurilingüe, irrelevante respecto del despilfarro general del Reino. Tampoco se ensaña con la catetez de que una recua de señorías, todas ellas conocedoras de la lengua española, hagan ver que no se entienden sin traductores. Maestre va a lo esencial: «el absurdo de hablar en el Senado con cinco lenguas, prescindiendo de la lengua de España, el español, no es causa para romper la nación española, sino un efecto más de una nación rota. Eso es todo. Y quede claro: la responsabilidad de esa ruptura no es sólo del PSOE y los nacionalistas sino también del PP».
Todo esto impone una conclusión: contra la Zarzuela, el PSOE, el PP, IU, los separatistas y demás cortesanos del régimen, y contra las fuerzas sociales que éste protege, no cabe ya hablar de “reforma constitucional”, “regeneración”, “recentralización inteligente”, etc. Sin duda, en medio de los escombros de la destrucción, quedan materiales valiosos que deberán ser rescatados. Pero es la refundación de la Nación española lo que está por delante. Y ello hace necesaria la instauración de un nuevo Estado, la república unitaria, democrática y presidencialista. Una república sin pinganillos en sus instituciones y administraciones.
Tampoco existirá en ella nada parecido al actual senado: un casino decimonónico en el que diversos politicastros amortizados tratan de formular los intereses de burguesías regionales, mediante ideologías inspiradas en el feudalismo, cuando no en el mundo de las tribus.