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Por un Estado laico
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I. UN DEBATE DE EXTREMA DIFICULTAD

El debate sobre la laicidad esta candente en nuestros tiempos y, probablemente, cobrará nuevo vigor en los que se avecinan. En nuestro país ha prendido como consecuencia de las políticas adoptadas por el gobierno de Rodríguez Zapatero en relación a determinadas materias, como la educación y el matrimonio, suscitando la oposición de la jerarquía católica. En toda Europa, a causa de las discusiones que comenzaron a plantearse en torno a la Constitución europea –sobre las raíces cristianas de Europa– y por la penetración masiva del islam.

Este debate topa con varios órdenes de dificultades, que podríamos sintetizar del siguiente modo:

 

1º. Confusión entre los conceptos democrático y liberal de Estado laico

Durante siglos, ha sido la tradición religiosa –institucionalizada en la iglesia católica– la encargada de vertebrar moralmente a las sociedades europeas. Pero a partir del Renacimiento, irrumpe un cambio, que reflejan obras tan dispares como la Maquiavelo y Hobbes. Ese giro trata de edificar la autonomía del orden político, separándolo del orden religioso, y fundarlo en discursos legitimadores no inspirados en dogmáticas confesionales; es decir, en principios de cuño lógico y experimental. De modo inmediato, esta tentativa benefició a diversas monarquías absolutas, que para legitimarse pudieron invocar valores seculares como los de prosperidad, orden y seguridad. Sin embargo, con el tiempo, favoreció el advenimiento de la idea moderna de democracia.

De acuerdo con el ideal democrático, el centro y fundamento de lo político no es la adhesión a una fe revelada (ni, por supuesto, la gloria de una dinastía o la hegemonía de una etnia). Es la realización material y moral de un ideal racional de convivencia. El Estado reposa en valores que tienen como cimiento la verdad racional, la justicia, la igualdad ciudadana y la libertad, y es abiertamente beligerante en la defensa de los mismos.

La democracia supone forzosamente el Estado laico: el compromiso, de enorme ambición, de crear y sostener un espacio público definido exclusivamente por la ética y la simbólica civil, cerrando el paso a toda confusión de lo político con lo confesional. Desde el punto de vista democrático, la condición de ciudadano es la única sobre la que tiene competencia el poder político. Y es en virtud de ese único título que se establece la capacidad de cada uno para participar en la constitución y control del poder político, sin que pueda tenerse en cuenta ninguna otra condición.

Este marco institucional secular no excluye, ni mucho menos persigue, las creencias religiosas. Pero en su seno los dogmas religiosos se convierten en creencias particulares de los ciudadanos, perdiendo su obligatoriedad general. Bajo el Estado laico, tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie.  

Las religiones pueden establecer, para orientar a sus fieles, qué conductas son pecado. Pero no están facultadas para sancionar qué debe o no ser considerado legalmente delito. Y a la inversa: una conducta tipificada como delito por las leyes vigentes en un Estado democrático no puede ser justificada, ensalzada o promovida por argumentos religiosos de ningún tipo, ni es atenuante para el delincuente la fe que declara profesar. De modo que si alguien apalea a su mujer para que le obedezca (lo mismo que si recomienda públicamente hacer tales cosas), es indiferente que los textos sagrados que invoca a fin de legitimar su conducta sean auténticos o apócrifos, estén bien o mal interpretados, etc. En cualquier caso debe ser penalmente castigado. Los principios, traducidos en leyes, del Estado democrático marcan los límites socialmente aceptables dentro de los que debemos movernos todos los ciudadanos, sean cuales fueren nuestras creencias. Son las religiones quienes tienen que acomodarse a las leyes, nunca al revés.

Por ello, la laicidad no supone simplemente la aconfesionalidad pasiva del Estado. Esta es la visión liberal de la laicidad, inseparable de su defensa de un Estado “neutro”, “no intervencionista”. De un Estado puramente “jurídico”, vacío de valores, pues debe limitarse a expresar los que provienen de la “sociedad civil”. El laicismo liberal se contenta con el deseo de limitar la religión al ámbito privado, particular o colectivo, de las personas y de mejorar la convivencia de las diversas religiones, poniendo al Estado como “árbitro” de su “libre competencia” y, en el caso extremo, como “gendarme” para protegerlas las unas frente a las otras.

Un Estado laico es algo más que un útil “garantista” de la “sociedad civil”. Desde el punto de vista democrático, laicidad significa plasmación de una esfera política de coherencia nacional edificada sobre bases terrenales, seculares. Y no es un terreno de neutralidad, sino de combate político contra toda organización o sistema que se escude en su autonomía para transgredir el espacio común.

En relación al ámbito religioso, un Estado democrático desestima cualquier preferencia por una creencia religiosa e insta a las organizaciones eclesiásticas, como a cualquier otro tipo de organización, al cumplimiento de las leyes generales, sin más. El Estado laico no reconoce a la religión. Son los creyentes, en todo caso, quienes deben realizar ese reconocimiento. Las iglesias reclaman, desde hace poco, libertad religiosa, o autonomía plena: todo este tipo de expresiones particularistas no deberían ser tomadas en consideración por un Estado democrático. Las libertades reconocidas son únicamente las públicas, comunes a todos: las de expresión, la libertad de conciencia y ninguna otra especial que intente ser un parapeto para seguir manteniendo privilegios.

 

2º. Inercias teocráticas

Las alternativas del Estado democrático no han sido digeridas del todo por la mayor parte de la jerarquía eclesiástica. Tomemos en consideración que el principio de separación de la Iglesia y el Estado es muy reciente. Hace apenas 45 años que fue aceptado en la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II.  Y es que durante más de 17 siglos –desde la conversión del emperador Constantino a 1966– imperó la creencia de que la ley civil debe adecuarse a las enseñanzas morales de la Iglesia. Por lo tanto, es comprensible que muchos dirigentes eclesiásticos tiendan a creer que todavía se les reserva un lugar sacro en el proceso político. Pero no es comprensible que los dirigentes políticos les concedan ese espacio y los traten como interlocutores privilegiados.

La realidad es que, si bien la iglesia católica se acercó a las posiciones democráticas de renuncia al Estado confesional con el Concilio Vaticano II, ha retrocedido después, de modo parcial, a sus posiciones tradicionales.

Primer paso de ese retroceso: se acepta un régimen de separación del Estado, pero la Iglesia proclama que esta “separación” no implica la renuncia a exigir que las leyes se amolden a sus posiciones doctrinales en los países que considera católicos, allí donde los bautizados son mayoría, en los que exige una posición especial.

Segundo paso atrás: la iglesia católica distingue actualmente, de un lado, y de manera benevolente, entre un Estado laico, que reconoce la autonomía mutua de la Iglesia y el Estado en sus respectivas esferas. Del otro lado, y de modo hostil, el Estado laicista, que se resiste a la tutela espiritual del Estado por la Iglesia. Es decir, la Iglesia se alía con la visión liberal de la laicidad para negar al Estado todo contenido axiológico. La creación y difusión de valores corresponde en régimen de monopolio a las confesiones. Con ello, las confesiones adquieren la relevancia de una especie de servicio público, que justifica su posición preeminente y la necesidad de su financiación pública.

Esto explica que el PSOE y su “Educación para la Ciudadanía” sean combatidos por la Iglesia, ante todo, desde un ángulo de repudio al "fundamentalismo laicista". La jerarquía eclesiástica no puede permitir ninguna incursión profana en un campo, que considera de su exclusividad. El tradicionalismo nacional-católico se reafirma en nuevas formas, ahora amalgamadas con el anti-intervencionismo liberal. Sólo en segundo plano aparecen las críticas a los contenidos, sin duda funestos, de la “Educación para la Ciudadanía”.

Los nacional republicanos debemos ser conscientes que si no se atenúan las actuales posiciones de la jerarquía católica, la artillería antidemocrática que utiliza contra el PSOE será empleada con mucha mayor intensidad contra nosotros. Nuestra demanda programática de educación en una moral nacional sustentada en las virtudes republicanas y en la exigencia socialista será acusada no sólo de “fundamentalismo laicista”, sino incluso de “totalitarismo” y de “panteísmo estatal”.   

 

3º. La izquierda española nunca ha sido democrática ni laica

El debate se emponzoña con la introducción del concepto de laicidad izquierdista: el laicismo es una especie de ateísmo moderado. Para el izquierdista al uso, laico es quien, desde el ateismo, tolera las creencias ajenas y exige que le permitan manifestar las suyas. La idea de laicidad en España, y su incomprensión generalizada entre nosotros, se debe, en buena medida, a esta concepción.

Es ésta una definición aberrante de la laicidad, que no permite la asunción generalizada de la misma y obstruye el logro de su mejor virtualidad: la de ser precisamente espacio de encuentro político. No podemos confundir la laicidad con una estrategia de las opciones ateas –o agnósticas–.

Somos partidarios de una laicidad que convoque a todos nuestros compatriotas, y no solamente a los ateos o agnósticos; es decir, una laicidad que no se manifieste como la opción encubierta de ciertas “sociedades filosóficas”, sino como una fórmula estrictamente política y, por lo tanto, sólo beligerante en este ámbito.

El entendimiento habitual de la laicidad como una forma de “ateismo o agnosticismo tolerante” es contradictorio con el espíritu laico como espíritu de homogeneización nacional y mediación civil. La laicidad de los poderes públicos no niega, sino que presupone la pluralidad de creencias y convicciones en el seno de la ciudadanía.

Este ángulo, y no el rechazo del “intervencionismo estatal” es el que fundamenta nuestra crítica a la “Educación para la Ciudadanía” y demás sub-productos del PSOE. Esa “Educación” se amasa en un discurso individualista liberal radicalizado, que entabla una competencia anticlerical con la iglesia católica para aupar los privilegios de una nueva clericalla, transversal en sus “tenidas”. Ensalza un falaz cosmopolitismo y, a la vez, el concepto étnico de nación para demoler el fervor nacional español. Incrusta posiciones de medro y privilegio de los lobbys sexistas y propaga un suicida relativismo cultural para el fomento de la penetración islámica. Es una correa de transmisión de las presiones de ciertos sub-imperialismo europeos para fomentar la desintegración de España.

 

II. EVOLUCIÓN RECIENTE EN ESPAÑA

En España ya no vivimos, ciertamente, en un Estado confesional como lo fuera el de la época del nacional-catolicismo franquista, pero tampoco en un Estado estrictamente laico. Es un híbrido de proclamas no confesionales conjugado con el mantenimiento de privilegios eclesiales, que se suman a las reliquias que representan la institución monárquica o los arcaicos privilegios forales de ciertas regiones, todo ello consagrado en la Constitución de 1978.

Ya la propia Constitución incurría en contradicción en el artículo 16,3 cuando, tras afirmar que «ninguna religión tendrá carácter estatal»”, a renglón seguido citaba expresamente a la Iglesia católica. Era el primer paso en una pantomima que no sólo no se ha corregido, sino que se ha ido agudizando. Todos los gobiernos, de centro, de derecha o de izquierda, han persistido en ella, con ayuda de seudo debates como los que hemos mencionado en el apartado anterior.

Unos días después de la aprobación de la Constitución, se firmaron los Acuerdos con la Santa Sede, preconstitucionales en su elaboración y anticonstitucionales en algunos de sus puntos. Eran unos pactos de rango internacional que privilegiaban a la Iglesia en materias como la enseñanza del catolicismo en la escuela, la atención pastoral a las fuerzas armadas y en los hospitales, en asuntos jurídicos como el reconocimiento de efectos civiles para el matrimonio canónico, en cuestiones económicas como exención de impuestos y dotación para culto y clero, etc. Así rezaba el artículo I de los citados Acuerdos: «la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana».

Año y medio después se aprobó la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, con un amplio respaldo parlamentario. La ley apelaba al principio constitucional de igualdad, pero consagraba la desigualdad y legitimaba la discriminación, al privilegiar a las confesiones religiosas “de notorio arraigo” sobre las otras religiones. La expresión de “notorio arraigo” es un peligrosísimo concepto que, dada su indeterminación y ambigüedad, ha propiciado un elevado grado de discrecionalidad por parte de la Administración. Muchos juristas, incluso católicos, opinan que Ley de Libertad Religiosa vulnera los principios de laicidad del Estado y de igualdad de todos los ciudadanos.

Los Acuerdos con la Santa Sede, la Ley de Libertad Religiosa y los Acuerdos con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, con la Comisión Islámica de España y con las Comunidades Judías de España, establecen religiones de tres clases o categorías: de primera, la Iglesia católica; de segunda, las de “notorio arraigo” (judaísmo, iglesias evangélicas e islam); de tercera, aquellas a las que no se reconoce el “notorio arraigo” y no han firmado acuerdos con el Estado español. Creemos que, con estos mimbres, la construcción de un Estado democrático y laico en España se ha convertido en una quimera.

Algunas de las actuaciones recientes del gobierno de Rodríguez Zapatero nos alejan todavía más de la laicidad. Una es el acuerdo económico con la Iglesia católica de septiembre de 2006, ratificado en los Presupuestos Generales del Estado de 2007. Otra el Real Decreto de enseñanzas mínimas de secundaria obligatoria.

Cada vez estamos más lejos del objetivo de la autofinanciación, fijado en los Acuerdos del Estado y la Santa Sede de 1979 y ratificado en 1988 cuando entró en vigor el modelo de asignación tributaria. Si la Iglesia católica tenía privilegios económicos, con el acuerdo de septiembre de 2006 los ha incrementado, al elevarse el porcentaje de la asignación tributaria de 0,52% a 0,7%. El catolicismo es la única religión para la que el Estado recauda.

Otra prueba del alejamiento del Estado laico ha sido el mencionado Real Decreto de enseñanzas mínimas, que ha contado con el justificado regocijo general de las asociaciones católicas de padres de alumnos. En materia de enseñanza de la religión, el Gobierno cedió a las presiones de sectores católicos que se echaron a la calle para protestar contra la LOE en una manifestación apoyada por la Conferencia Episcopal Española, para seguir la misma o similar política de privilegio que los gobiernos del Partido Popular. Mantiene la asignatura confesional de religión como materia evaluable y computable para pasar curso, si bien establece una alternativa. En cualquier caso, deja en manos de los obispos la elección y el cese de los profesores de religión, cuyos salarios son abonados por el Estado.

En suma, la Iglesia católica sigue manteniendo unas relaciones privilegiadas con el Estado, el cual le sigue ofreciendo grandes concesiones: la financiación del clero y de la Conferencia Episcopal, la enseñanza de religión en la escuela, un régimen abusivo de conciertos educativos con los colegios católicos, un régimen fiscal más que favorable, y en definitiva el mantenimiento de la Iglesia católica como si fuera la religión para-estatal. Es una contradicción que el Ministro de Exteriores afirme que el Estado es laico y después declare, sin embargo, que los Acuerdos con la Santa Sede están bien como están; o que la Ministra de Educación diga que no se puede llevar el velo islámico a la escuela porque estamos en un Estado Laico y desconozca el hecho de que un 30% de los escolares están encuadrados en colegios católicos. Es inconcebible, desde la perspectiva de la laicidad, el mantenimiento e incluso refuerzo de un sistema educativo segregado entre los que van a colegios católicos y el resto.

En este marco, la expansión de la religión musulmana plantea un grave problema. Esta confesión se opone en su fundamento mismo a la separación del Estado y la religión, aborrece el concepto de ciudadanía en nombre de la comunidad de creyentes y combate la igualdad de derechos de los ciudadanos, preconizando incluso prácticas que atentan contra los derechos más elementales. Pero si no existe un Estado laico y tampoco una escuela pública laica, no existe autoridad moral para imponer prohibiciones, empezando por la referente al uso de símbolos religiosos en la escuela.

 

III. NUESTRA PROPUESTA

La nueva república española por la que combatimos supondrá:

 

1º. En lo simbólico

De entrada, que las instituciones abandonen el catolicismo simbólico que siguen arrastrando en muchos casos. Ninguna autoridad pública debe asistir a procesiones o actos litúrgicos. Las fuerzas de orden público, el ejército o cualquier otro organismo público no deben desfilar en las procesiones religiosas y tampoco las dignidades eclesiásticas deberían ser autorizadas a dirigir o coparticipar en la presidencia de las celebraciones civiles. Las fórmulas de juramento confesional deberían ser suprimidas en la toma de despachos civiles. Los símbolos religiosos no deberían presidir aulas o dependencias públicas. 

 

2º. Sometimiento al derecho común

El trato que deben recibir las confesiones es el que marquen las leyes comunes y no leyes especiales de regulación del hecho religioso. La libertad religiosa no es más que una prolongación de la libertad de conciencia, independientemente de que pueda tener una manifestación pública. Deben suprimirse los Acuerdos y Concordatos existentes con las diferentes confesiones religiosas.

 

3º. Fin de la financiación pública de las confesiones para fines y tareas específicamente religiosos

Debe ponerse fin a la financiación por parte del Estado del clero y la Conferencia Episcopal. En España, aparte de las vías de financiación diferidas a la iglesia católica, existe una financiación directa presupuestaria a su sostenimiento que, por lo demás, cada año se incrementa. El propio sistema de financiación que establecía el Acuerdo con la Santa Sede ha sido vulnerado –según ese Acuerdo, la iglesia ya debería estar en la actualidad en la fase de “autofinanciación”–. Hoy hay que ir más lejos: se requiere una ruptura radical cerrando el grifo de esa financiación directa. En esto no deberían existir posturas intermedias o de transición: simplemente se impone la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede. A la vez, debería rechazarse cualquier intento de financiar a otras religiones en aras de garantizar un trato igualitario.

 

4º. Cambio radical del sistema educativo. Una sola enseñanza, pública y laica, directamente gestionada por la Administración central del Estado

En España existe, ante todo, un problema de debilidad del sistema educativo público. El origen de esta debilidad no está en las sucesivas políticas coyunturales, sino más bien en el modelo educativo de base, cuyo origen contenía el germen de esa debilidad. Es un modelo educativo dual –entre escuela pública y privada subvencionada–, pero con hegemonía efectiva de la educación católica, tanto en la enseñanza privada como en la pública.

En efecto, el modelo educativo español se fundamenta en la coexistencia de una red de colegios públicos y de colegios privados, en su gran mayoría católicos, sostenidos económicamente por el Estado. Ello se justifica a partir de dos postulados: a) un postulado liberal de libertad de creación de centros docentes, negación de la educación como servicio público esencial que, con reserva de Ley, debe ser encomendado exclusivamente al Estado; b) la “libertad de elección de los padres”, garantizada por los poderes públicos mediante los denominados “conciertos educativos”, postulado confusionista que identifica escuela con catequesis. Es un dislate monstruoso que la enseñanza obligatoria, primaria y secundaria, pueda estar segregada en función de una elección de los padres basada en su libertad religiosa o de creencias.

Hay que suprimir la enseñanza de la religión confesional en las escuelas, ya que el lugar adecuado para impartirla son las dependencias con que cuenta cada religión para transmitir sus doctrinas. La formación catequística de los ciudadanos no tiene por qué ser obligación de ningún Estado laico, aunque, obviamente, debe respetarse el derecho de cada confesión a predicar y enseñar su doctrina a quienes lo deseen. Naturalmente,  fuera del horario escolar.

La III República debería proceder a una congelación de los conciertos, a una revisión de los existentes y a un plan de supresión progresiva de los mismos. El reto que hoy afronta la educación pública no es sólo el de la calidad, sino sobre todo el de su mera subsistencia, a la vista de los ingentes recursos que se derivan hacia la enseñanza privada. Aproximadamente, el 36% de los alumnos de educación obligatoria están escolarizados en centros privados, y la tendencia apunta al incremento de dicho porcentaje, relegando los centros públicos a la atención casi exclusiva de los sectores socialmente marginados. La educación, igual en calidad para todos, es un derecho fundamental que no puede ser eludido por el Estado en atención a intereses particulares.

La tarea de reversión será de grandes proporciones y, forzosamente debe plantearse de forma gradual. Obviamente, requerirá un plan central coordinado de mejora de la calidad en la educación pública. Pero, a la vez, habría que adoptar medidas políticas audaces: moratoria en los conciertos por 20 años, junto a un plan de supresión de muchos de los existentes, y ello acompañado de reformas legislativas que permitiesen su puesta en práctica de manera eficaz.

El desafío de la escuela española es instaurar la sistemática educación patriótica y republicana de las nuevas generaciones y avanzar en calidad a todos los niveles (programas contra el fracaso escolar, nuevo desarrollo curricular, formación permanente del profesorado, adaptación a las nuevas tecnologías...). Pero con la mayor urgencia debe poner fin a la segregación social educativa en la enseñanza obligatoria. Mientras no exista una escuela pública laica que tenga como meta la educación en igualdad no existirá un Estado democrático.

La finalidad del presente artículo ha sido abordar problemas relacionados con la laicidad del Estado; pero no puede desperdiciar la ocasión de resaltar la necesidad de colocar a la educación pública en el centro de la reconstrucción de la nación española por la que luchamos.

Un Estado merecedor de ese nombre se sustenta en las leyes y en la educación. La crisis actual de España tiene una de sus causas principales en la destrucción conceptual y material del sistema educativo nacional. Desde hace décadas prevalece del modo más descarnado una filosofía liberal capitalista que enfatiza la preeminencia de los intercambios privados y el mercado como referente fundamental. Esto ha dado pie al abandono puro y duro de la responsabilidad pública de educar. De forjar nuevas generaciones de patriotas y de transmitirles el conocimiento.

Bajo el dominio de oligarquías capitalistas anti-nacionales y anti-democráticas, la educación no es hoy un componente central de las estrategias de construcción de la patria española. El abandono de la responsabilidad educadora del Estado corre parejo a las políticas de ajuste estructural y ahorro de recursos públicos en el terreno educativo. Tal abandono no es accidental: empuja de modo incesante un proyecto de  privatización, de apertura al mercado, del sistema educativo. A todas horas se habla de “fomentar la eficiencia” y “alcanzar la excelencia”. Pero el resultado es la polarización y la estratificación social en el acceso a la educación. La agudización de la desigualdad social está garantizada.

Ante esta ofensiva, el impulso hacia la instauración de un Estado verdaderamente democrático y, por tanto, laico, así como la promoción de la educación pública adquieren relevancia estratégica para todos los que queremos dar vida a un nuevo nacionalismo español. Como en el siglo XIX, la educación vuelve a ser hoy uno de los grandes temas y espacios de la confrontación.