I. UN DEBATE DE EXTREMA DIFICULTAD
El debate sobre la laicidad esta candente en nuestros tiempos y, probablemente, cobrará nuevo vigor en los que se avecinan. En nuestro país ha prendido como consecuencia de las políticas adoptadas por el gobierno de Rodríguez Zapatero en relación a determinadas materias, como la educación y el matrimonio, suscitando la oposición de la jerarquía católica. En toda Europa, a causa de las discusiones que comenzaron a plantearse en torno a
Este debate topa con varios órdenes de dificultades, que podríamos sintetizar del siguiente modo:
1º. Confusión entre los conceptos democrático y liberal de Estado laico
Durante siglos, ha sido la tradición religiosa –institucionalizada en la iglesia católica– la encargada de vertebrar moralmente a las sociedades europeas. Pero a partir del Renacimiento, irrumpe un cambio, que reflejan obras tan dispares como
De acuerdo con el ideal democrático, el centro y fundamento de lo político no es la adhesión a una fe revelada (ni, por supuesto, la gloria de una dinastía o la hegemonía de una etnia). Es la realización material y moral de un ideal racional de convivencia. El Estado reposa en valores que tienen como cimiento la verdad racional, la justicia, la igualdad ciudadana y la libertad, y es abiertamente beligerante en la defensa de los mismos.
La democracia supone forzosamente el Estado laico: el compromiso, de enorme ambición, de crear y sostener un espacio público definido exclusivamente por la ética y la simbólica civil, cerrando el paso a toda confusión de lo político con lo confesional. Desde el punto de vista democrático, la condición de ciudadano es la única sobre la que tiene competencia el poder político. Y es en virtud de ese único título que se establece la capacidad de cada uno para participar en la constitución y control del poder político, sin que pueda tenerse en cuenta ninguna otra condición.
Este marco institucional secular no excluye, ni mucho menos persigue, las creencias religiosas. Pero en su seno los dogmas religiosos se convierten en creencias particulares de los ciudadanos, perdiendo su obligatoriedad general. Bajo el Estado laico, tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie.
Las religiones pueden establecer, para orientar a sus fieles, qué conductas son pecado. Pero no están facultadas para sancionar qué debe o no ser considerado legalmente delito. Y a la inversa: una conducta tipificada como delito por las leyes vigentes en un Estado democrático no puede ser justificada, ensalzada o promovida por argumentos religiosos de ningún tipo, ni es atenuante para el delincuente la fe que declara profesar. De modo que si alguien apalea a su mujer para que le obedezca (lo mismo que si recomienda públicamente hacer tales cosas), es indiferente que los textos sagrados que invoca a fin de legitimar su conducta sean auténticos o apócrifos, estén bien o mal interpretados, etc. En cualquier caso debe ser penalmente castigado. Los principios, traducidos en leyes, del Estado democrático marcan los límites socialmente aceptables dentro de los que debemos movernos todos los ciudadanos, sean cuales fueren nuestras creencias. Son las religiones quienes tienen que acomodarse a las leyes, nunca al revés.
Por ello, la laicidad no supone simplemente la aconfesionalidad pasiva del Estado. Esta es la visión liberal de la laicidad, inseparable de su defensa de un Estado “neutro”, “no intervencionista”. De un Estado puramente “jurídico”, vacío de valores, pues debe limitarse a expresar los que provienen de la “sociedad civil”. El laicismo liberal se contenta con el deseo de limitar la religión al ámbito privado, particular o colectivo, de las personas y de mejorar la convivencia de las diversas religiones, poniendo al Estado como “árbitro” de su “libre competencia” y, en el caso extremo, como “gendarme” para protegerlas las unas frente a las otras.
Un Estado laico es algo más que un útil “garantista” de la “sociedad civil”. Desde el punto de vista democrático, laicidad significa plasmación de una esfera política de coherencia nacional edificada sobre bases terrenales, seculares. Y no es un terreno de neutralidad, sino de combate político contra toda organización o sistema que se escude en su autonomía para transgredir el espacio común.
En relación al ámbito religioso, un Estado democrático desestima cualquier preferencia por una creencia religiosa e insta a las organizaciones eclesiásticas, como a cualquier otro tipo de organización, al cumplimiento de las leyes generales, sin más. El Estado laico no reconoce a la religión. Son los creyentes, en todo caso, quienes deben realizar ese reconocimiento. Las iglesias reclaman, desde hace poco, libertad religiosa, o autonomía plena: todo este tipo de expresiones particularistas no deberían ser tomadas en consideración por un Estado democrático. Las libertades reconocidas son únicamente las públicas, comunes a todos: las de expresión, la libertad de conciencia y ninguna otra especial que intente ser un parapeto para seguir manteniendo privilegios.
2º. Inercias teocráticas
Las alternativas del Estado democrático no han sido digeridas del todo por la mayor parte de la jerarquía eclesiástica. Tomemos en consideración que el principio de separación de
La realidad es que, si bien la iglesia católica se acercó a las posiciones democráticas de renuncia al Estado confesional con el Concilio Vaticano II, ha retrocedido después, de modo parcial, a sus posiciones tradicionales.
Primer paso de ese retroceso: se acepta un régimen de separación del Estado, pero
Segundo paso atrás: la iglesia católica distingue actualmente, de un lado, y de manera benevolente, entre un Estado laico, que reconoce la autonomía mutua de
Esto explica que el PSOE y su “Educación para
Los nacional republicanos debemos ser conscientes que si no se atenúan las actuales posiciones de la jerarquía católica, la artillería antidemocrática que utiliza contra el PSOE será empleada con mucha mayor intensidad contra nosotros. Nuestra demanda programática de educación en una moral nacional sustentada en las virtudes republicanas y en la exigencia socialista será acusada no sólo de “fundamentalismo laicista”, sino incluso de “totalitarismo” y de “panteísmo estatal”.
3º. La izquierda española nunca ha sido democrática ni laica
El debate se emponzoña con la introducción del concepto de laicidad izquierdista: el laicismo es una especie de ateísmo moderado. Para el izquierdista al uso, laico es quien, desde el ateismo, tolera las creencias ajenas y exige que le permitan manifestar las suyas. La idea de laicidad en España, y su incomprensión generalizada entre nosotros, se debe, en buena medida, a esta concepción.
Es ésta una definición aberrante de la laicidad, que no permite la asunción generalizada de la misma y obstruye el logro de su mejor virtualidad: la de ser precisamente espacio de encuentro político. No podemos confundir la laicidad con una estrategia de las opciones ateas –o agnósticas–.
Somos partidarios de una laicidad que convoque a todos nuestros compatriotas, y no solamente a los ateos o agnósticos; es decir, una laicidad que no se manifieste como la opción encubierta de ciertas “sociedades filosóficas”, sino como una fórmula estrictamente política y, por lo tanto, sólo beligerante en este ámbito.
El entendimiento habitual de la laicidad como una forma de “ateismo o agnosticismo tolerante” es contradictorio con el espíritu laico como espíritu de homogeneización nacional y mediación civil. La laicidad de los poderes públicos no niega, sino que presupone la pluralidad de creencias y convicciones en el seno de la ciudadanía.
Este ángulo, y no el rechazo del “intervencionismo estatal” es el que fundamenta nuestra crítica a la “Educación para
II. EVOLUCIÓN RECIENTE EN ESPAÑA
En España ya no vivimos, ciertamente, en un Estado confesional como lo fuera el de la época del nacional-catolicismo franquista, pero tampoco en un Estado estrictamente laico. Es un híbrido de proclamas no confesionales conjugado con el mantenimiento de privilegios eclesiales, que se suman a las reliquias que representan la institución monárquica o los arcaicos privilegios forales de ciertas regiones, todo ello consagrado en
Ya la propia Constitución incurría en contradicción en el artículo 16,3 cuando, tras afirmar que «ninguna religión tendrá carácter estatal»”, a renglón seguido citaba expresamente a
Unos días después de la aprobación de
Año y medio después se aprobó
Los Acuerdos con
Algunas de las actuaciones recientes del gobierno de Rodríguez Zapatero nos alejan todavía más de la laicidad. Una es el acuerdo económico con
Cada vez estamos más lejos del objetivo de la autofinanciación, fijado en los Acuerdos del Estado y
Otra prueba del alejamiento del Estado laico ha sido el mencionado Real Decreto de enseñanzas mínimas, que ha contado con el justificado regocijo general de las asociaciones católicas de padres de alumnos. En materia de enseñanza de la religión, el Gobierno cedió a las presiones de sectores católicos que se echaron a la calle para protestar contra
En suma,
En este marco, la expansión de la religión musulmana plantea un grave problema. Esta confesión se opone en su fundamento mismo a la separación del Estado y la religión, aborrece el concepto de ciudadanía en nombre de la comunidad de creyentes y combate la igualdad de derechos de los ciudadanos, preconizando incluso prácticas que atentan contra los derechos más elementales. Pero si no existe un Estado laico y tampoco una escuela pública laica, no existe autoridad moral para imponer prohibiciones, empezando por la referente al uso de símbolos religiosos en la escuela.
III. NUESTRA PROPUESTA
La nueva república española por la que combatimos supondrá:
1º. En lo simbólico
De entrada, que las instituciones abandonen el catolicismo simbólico que siguen arrastrando en muchos casos. Ninguna autoridad pública debe asistir a procesiones o actos litúrgicos. Las fuerzas de orden público, el ejército o cualquier otro organismo público no deben desfilar en las procesiones religiosas y tampoco las dignidades eclesiásticas deberían ser autorizadas a dirigir o coparticipar en la presidencia de las celebraciones civiles. Las fórmulas de juramento confesional deberían ser suprimidas en la toma de despachos civiles. Los símbolos religiosos no deberían presidir aulas o dependencias públicas.
2º. Sometimiento al derecho común
El trato que deben recibir las confesiones es el que marquen las leyes comunes y no leyes especiales de regulación del hecho religioso. La libertad religiosa no es más que una prolongación de la libertad de conciencia, independientemente de que pueda tener una manifestación pública. Deben suprimirse los Acuerdos y Concordatos existentes con las diferentes confesiones religiosas.
3º. Fin de la financiación pública de las confesiones para fines y tareas específicamente religiosos
Debe ponerse fin a la financiación por parte del Estado del clero y
4º. Cambio radical del sistema educativo. Una sola enseñanza, pública y laica, directamente gestionada por la Administración central del Estado
En España existe, ante todo, un problema de debilidad del sistema educativo público. El origen de esta debilidad no está en las sucesivas políticas coyunturales, sino más bien en el modelo educativo de base, cuyo origen contenía el germen de esa debilidad. Es un modelo educativo dual –entre escuela pública y privada subvencionada–, pero con hegemonía efectiva de la educación católica, tanto en la enseñanza privada como en la pública.
En efecto, el modelo educativo español se fundamenta en la coexistencia de una red de colegios públicos y de colegios privados, en su gran mayoría católicos, sostenidos económicamente por el Estado. Ello se justifica a partir de dos postulados: a) un postulado liberal de libertad de creación de centros docentes, negación de la educación como servicio público esencial que, con reserva de Ley, debe ser encomendado exclusivamente al Estado; b) la “libertad de elección de los padres”, garantizada por los poderes públicos mediante los denominados “conciertos educativos”, postulado confusionista que identifica escuela con catequesis. Es un dislate monstruoso que la enseñanza obligatoria, primaria y secundaria, pueda estar segregada en función de una elección de los padres basada en su libertad religiosa o de creencias.
Hay que suprimir la enseñanza de la religión confesional en las escuelas, ya que el lugar adecuado para impartirla son las dependencias con que cuenta cada religión para transmitir sus doctrinas. La formación catequística de los ciudadanos no tiene por qué ser obligación de ningún Estado laico, aunque, obviamente, debe respetarse el derecho de cada confesión a predicar y enseñar su doctrina a quienes lo deseen. Naturalmente, fuera del horario escolar.
La tarea de reversión será de grandes proporciones y, forzosamente debe plantearse de forma gradual. Obviamente, requerirá un plan central coordinado de mejora de la calidad en la educación pública. Pero, a la vez, habría que adoptar medidas políticas audaces: moratoria en los conciertos por 20 años, junto a un plan de supresión de muchos de los existentes, y ello acompañado de reformas legislativas que permitiesen su puesta en práctica de manera eficaz.
El desafío de la escuela española es instaurar la sistemática educación patriótica y republicana de las nuevas generaciones y avanzar en calidad a todos los niveles (programas contra el fracaso escolar, nuevo desarrollo curricular, formación permanente del profesorado, adaptación a las nuevas tecnologías...). Pero con la mayor urgencia debe poner fin a la segregación social educativa en la enseñanza obligatoria. Mientras no exista una escuela pública laica que tenga como meta la educación en igualdad no existirá un Estado democrático.
La finalidad del presente artículo ha sido abordar problemas relacionados con la laicidad del Estado; pero no puede desperdiciar la ocasión de resaltar la necesidad de colocar a la educación pública en el centro de la reconstrucción de la nación española por la que luchamos.
Un Estado merecedor de ese nombre se sustenta en las leyes y en la educación. La crisis actual de España tiene una de sus causas principales en la destrucción conceptual y material del sistema educativo nacional. Desde hace décadas prevalece del modo más descarnado una filosofía liberal capitalista que enfatiza la preeminencia de los intercambios privados y el mercado como referente fundamental. Esto ha dado pie al abandono puro y duro de la responsabilidad pública de educar. De forjar nuevas generaciones de patriotas y de transmitirles el conocimiento.
Bajo el dominio de oligarquías capitalistas anti-nacionales y anti-democráticas, la educación no es hoy un componente central de las estrategias de construcción de la patria española. El abandono de la responsabilidad educadora del Estado corre parejo a las políticas de ajuste estructural y ahorro de recursos públicos en el terreno educativo. Tal abandono no es accidental: empuja de modo incesante un proyecto de privatización, de apertura al mercado, del sistema educativo. A todas horas se habla de “fomentar la eficiencia” y “alcanzar la excelencia”. Pero el resultado es la polarización y la estratificación social en el acceso a la educación. La agudización de la desigualdad social está garantizada.
Ante esta ofensiva, el impulso hacia la instauración de un Estado verdaderamente democrático y, por tanto, laico, así como la promoción de la educación pública adquieren relevancia estratégica para todos los que queremos dar vida a un nuevo nacionalismo español. Como en el siglo XIX, la educación vuelve a ser hoy uno de los grandes temas y espacios de la confrontación.