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La reforma de las pensiones es un arma de la guerra social del capitalismo contra los trabajadores
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Tras el inicio del ajuste en el pasado mes de junio –rebaja de sueldo de funcionarios, congelación de pensiones, disminución de las inversiones en infraestructuras– ha venido la reforma laboral. También se ha dispuesto un incremento del IVA y en los presupuestos generales del Estado de 2011 se introducen nuevos incrementos de impuestos y se mantienen reducciones de las retribuciones funcionariales. Ahora se prepara la reforma del sistema de las pensiones: el gobierno prevé que a finales del presente año dispondrá de un informe que sirva de base para un proceso de diálogo con los partidos políticos y los “agentes sociales". Todo ello debe culminar con la aprobación parlamentaria de la reforma a finales de 2011.

En octubre ha tenido lugar la primera reunión del pacto de Toledo. El gobierno del PSOE ha comparecido con dos torpedos de largo alcance. El primero consiste en el aumento de la edad legal para la jubilación desde los 65 a los 67 años. El segundo en la agravación de las cláusulas que fijan el tiempo de contratación necesario para obtener ese derecho, que debe pasar de los 15 a los 20 años. Como mostraremos más adelante, se trata, por el momento, de un nuevo impulso en la erosión del vigente sistema público de pensiones para propiciar su “complemento” mediante planes privados.

De esa primera reunión no ha salido todavía un “acuerdo”. La explicación es muy clara. Los partidos y sindicatos del régimen saben que rebajar las pensiones tiene un fuerte coste político y buscan retrasar, embrollar y esconder lo máximo posible los cambios. El PP, que durante varios años ha insistido a Zapatero en la necesidad de reformar el sistema de pensiones, ahora está aterrorizado con retrasar la edad de jubilación por razones puramente electorales. A ese retraso se oponen también los grandes sindicatos, temerosos de verse obligados a convocar otra huelga general que termine en un fiasco similar al del 29-S. El gobierno no ha descartado negociar este punto, a cambio de aumentar el número de años de cotización necesarios para acceder al 100% de la pensión.

 

El repugnante cinismo de la partitocracia

En la mencionada reunión de la comisión del pacto de Toledo, la representante del PSOE en la misma, Isabel López i Chamosa, aseguró que la reforma se hará «poco a poco» y que «no perjudica gravemente a nadie». Desde luego podemos estar seguros de que no perjudicará en nada a la Sra. López i Chamosa, ni a sus colegas del pacto de Toledo. Los políticos españoles (en las Cortes Generales, en las cámaras autonómicas y en muchos ayuntamientos) tienen planes de pensiones especiales pagados con el dinero de todos los ciudadanos.

Y sus privilegios no acaban ahí. Gozan de la llamada pensión parlamentaria, prevista en el reglamento de pensiones parlamentarias de 11 de junio de 2006, pensión que las Cortes abonan con cargo a su presupuesto a quienes hayan sido miembros del Congreso de Diputados o del Senado durante al menos 7 años.

Esta pensión se creó para los supuestos en que los parlamentarios no alcanzaran el límite máximo de pensiones públicas. En esos casos las cámaras abonarían la diferencia entre ese límite de pensión máxima y la pensión percibida por el diputado. En resumen, «las cámaras pagarán el dinero necesario hasta que el diputado alcance la base máxima de jubilación». Es decir, los políticos tienen derecho a la pensión máxima trabajando (y en el caso de muchos de los parlamentarios esto es una forma de hablar) siete años, mientras que el resto de los españoles tiene que cotizar, por ahora, 35 años.

 

Los planes del gran capital y sus falacias sobre la crisis del sistema público de pensiones

Desde mediados de los años 90 se desencadenó una ofensiva del capital financiero de los principales países de Occidente, incluidos los bancos europeos y el BCE, secundados por la banca española. Apoyada en terroríficas previsiones sobre la quiebra del sistema público de pensiones, está dirigida a presionar a los gobiernos en favor del otorgamiento de facilidades a la contratación de fondos privados. Resultados de esa presión fueron un inicio de recorte de las pensiones públicas y el otorgamiento de significativos beneficios fiscales a los contratantes de dichos fondo.

Con el estallido de la crisis en 2007, el objetivo de la expansión de los planes de pensiones privados cobra una importancia aun mayor. Esos planes aportan al capital financiero un flujo de fondos no sólo gigantesco, sino además garantizado durante los 30-40 años de vida laboral de millones de trabajadores. Y esos fondos pueden ser invertidos donde las expectativas de beneficios sean mayores, con la particularidad de que si la inversión resulta fallida, son los trabajadores quienes pierden, nunca los bancos.

Incluso antes de que estallara la crisis, los aproximadamente 10 millones de españoles que, convencidos por las previsiones alarmistas, consagraron sus ahorros o parte de sus salarios a contratar un fondo de pensiones privado, han perdido un 9% de su valor. En otros países las pérdidas han sido todavía mayores: el 37% en Inglaterra, el 27% en Canadá o el 20% en EEUU.

Los planes de pensiones privados se han expandido con la ayuda de múltiples estudios e informes de “expertos” sosteniendo que la evolución demográfica de las sociedades desarrolladas conduce al colapso de los sistemas públicos de pensiones. Estudios e informes sustentados en estadísticas que proyectan un futuro apocalíptico: en él, un número cada vez más reducido de jóvenes deberá cargar con el mantenimiento de una gran población envejecida.

Entre nosotros, diversos trabajos, ante todo los de Juan Torres y Vicenç Navarro, han procedido a una demolición crítica de todas esas justificaciones ideológicas. Pero esos autores, así como diversos economistas keynesianos o socialdemócratas “clásicos”, tienden con frecuencia a considerar la línea oficial sobre las pensiones como una política simplemente equivocada, cuando se trata de una deliberada declaración de guerra social del gran capital contra la población trabajadora.

Así, en nuestro país, con la crisis en marcha, la reforma de las pensiones tiene como finalidades principales poner una ingente fuente de acumulación de capital a disposición de la oligarquía financiera, una vez finiquitado el negocio del ladrillo, a la vez que se trata de disolver un lazo vital de solidaridad entre los trabajadores para su reducción a una masa atomizada y disgregada en salidas individualistas.

La necesidad de un combate contra el gran capital por parte de los asalariados, autónomos y pequeños negocios es sustituido por un conflicto entre jóvenes y ancianos.

 

Los verdaderos problemas

El Partido Nacional Republicano pone en relación la cuestión de las pensiones con un análisis de nuestro sistema productivo y de la distribución de la renta nacional.

Expaña, como es característico de todos los países de despegue económico tardío, sufre tanto por el desarrollo del capitalismo como por la mediocridad de ese desarrollo. El único impulso industrializador serio que hemos conocido ha sido el realizado, en circunstancias excepcionales, bajo el franquismo, y en gran medida se ha ido al garete con la entrada en Europa. Ha quedado un país de servicios y de pymes, que ha ido perdiendo un tren tecnológico tras otro. En fases de auge, ese modelo descansa en la aglomeración de grandes masas de trabajo de escaso contenido tecnológico y cada vez más precario, con el correspondiente bajo nivel de retribuciones. Con las crisis, esa masa de empleo es arrojada a la cuneta. Múltiples estudios coinciden en constatar que en los últimos 30 años, la participación del trabajo en la renta nacional ha descendido más de 10 puntos.

A partir de estos someros enunciados podemos establecer que:

1º. Lo que determina la viabilidad del sistema público de pensiones no es la correlación entre jóvenes y ancianos sino, en primer lugar, la existente entre población activa ocupada y la población activa no ocupada. Lo que hoy está minando el sistema público de pensiones no es la evolución demográfica. Son los cinco millones de parados, la clausura de todo horizonte laboral para el 40% de los jóvenes, la todavía débil incorporación de la mujer al mercado de trabajo, etc.

2º. Sin embargo, ese ángulo no es único. Así se destaca en el artículo Pensiones: pretenden que trabajemos más para cobrar menos, publicado en esta misma página el 31 de marzo de 2010 cuando afirma: «si, en un momento dado (…) el Producto Interior Bruto creciese con un número menor de trabajadores, tampoco existiría el peligro de que no se se pudiesen pagar las pensiones». Es decir, el problema no es solamente el de cuántos trabajadores están activos y ocupados, sino también el cuánto produce cada unos de ellos. Esto nos remite al nivel tecnológico del modelo productivo. Hace cincuenta años, para alcanzar el PIB actual de España se hubiese precisado entre cinco y diez veces más población activa que la actualmente existente. Hay que atender tanto al volumen de cotizantes a la Seguridad Social como a la magnitud de la riqueza que crean.

3º. Hay que tomar finalmente en cuenta la injusta distribución social de esa riqueza que, en el caso que nos ocupa, repercute en la masa de cotizaciones recaudadas.

 

Nuestras propuestas

En lo inmediato, el PNR ha manifestado su oposición frontal a las propuestas de elevar la edad de jubilación y de aumentar los años para el cómputo de la pensiones, lo que repercutiría forzosamente en una disminución de su cuantía. Ha reiterado, además, la defensa del sistema público de pensiones. Éstas son un derecho básico de los trabajadores, que en modo alguno debe ponerse en manos de los negocios privados. Al igual que la Sanidad o la Educación, la Seguridad Social ha de considerarse un servicio público y debe ser directamente gestionado por el Estado.

Además, el PNR insiste, frente a las presiones de la patronal para reducir sus cotizaciones, en la naturaleza de salario diferido que tienen las pensiones de los asalariados. Así, en el mencionado artículo de 31 de marzo pasado, se califica de patraña «la que mantiene la distinción entre dos tipos de aportaciones a la Seguridad Social: las del trabajador y las del empresario. Sin embargo, desde el punto de vista económico la totalidad de la aportación es efectuada por el trabajador. La empresa sólo tiene un concepto a considerar, que es el coste real del trabajo. De este coste real el trabajador recibe directamente un salario y el resto es ingresado en las arcas del Estado por tres vías fundamentales: en forma de impuestos (retención del IRPF), de cotizaciones a la Seguridad Social del trabajador y de cotizaciones de la empresa. Es evidente que todos los pagos responden a la venta que el trabajador hace de su fuerza de trabajo, no a ninguna otra cosa. Todo lo que no percibe en mano el trabajador son salarios diferidos que, por vía de impuestos con distintas denominaciones, recauda el Estado».

A todo esto se suma que el actual debate sobre las pensiones refleja un choque de valores políticos esenciales: los que oponen el sistema público de pensiones basado en el reparto social –que teje la solidaridad dentro del mundo del trabajo y entre sus generaciones– al sistema privado basado en el ahorro-capitalización individual, reproductor de la pulverización social que persigue el liberalismo.

Al mismo tiempo, el PNR advierte que la sostenibilidad del sistema público de pensiones implicará dos grandes cambios estructurales: la instalación de un nuevo modelo productivo, que abra paso a un salto cualitativo tecnológico y en el impulso del empleo de calidad, y un giro en la distribución de la riqueza social que provoque un vuelco radical en la participación del trabajo en la renta nacional. Estos cambios tienen como condiciones ineludibles la socialización del sistema financiero, de los sectores estratégicos –empezando por el de la energía– y grandes servicios, y la erradicación de la losa de insostenible parasitismo y despilfarro que suponen el Estado de las Autonomías y el vigente sistema partitocrático (supresión de subvenciones públicas a partidos y sus clientelas, sindicatos, patronales, iglesias, etc.).