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El fin del trabajo en España
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La consecuencia más llamativa de la nueva etapa económica es el desempleo. Es utilizado por los medios de comunicación como baremo del «drama» de la crisis, la referencia por excelencia de la gravedad de la situación. Pero con ser la constatación más evidente del desastre vital para millones de españoles, tiene la virtualidad de ocultar otras características no menos dramáticas de la actual etapa de la barbarie capitalista.

Las estadísticas oficiales lo cifran en seis millones, lo que supone más del 26% de la población activa. Entre los jóvenes, la tasa se dispara por encima del 55%. Frente a estas magnitudes, la miseria moral de los políticos del juancarlismo queda retratada con cada anuncio de nuevas cifras oficiales, complaciéndose por las disminuciones temporales a causa de las campañas vacacionales. Porque desde que estallara la burbuja, las cifras no han hecho más que aumentar desde el 8,5% en 2007. Inicialmente perdieron sus empleos trabajadores menores de 35 años, mano de obra no cualificada de la construcción y sectores afines. En la actualidad, la destrucción de empleo sacude a todos los sectores y a todos los grupos de edad: agricultura, industria, construcción, servicios, asalariados, autónomos, empleados públicos, trabajadores fijos, eventuales, etc. Desde el verano de 2011 la destrucción de empleo suma casi la mitad del total. Constatación de que la nueva etapa económica va más allá del mero fin del «modelo del ladrillo».

 

Desempleo crónico

La tasa de desempleo evidencia el recorrido de la economía española desde la Transición. Si en 1977 era del 4,9%, diez años más tarde había crecido hasta el 21%. La crisis mundial del petróleo del 73 significó para España el fin del modelo económico de la industrialización y el inicio de una nueva etapa certificada con la entrada en la Comunidad Económica Europea. Aquel europapanatismo se caracterizó por la traumática desindustrialización y la conversión de España en un inmenso destino turístico para las clases acomodadas europeas, en activo o jubiladas. Se pasó de más de medio millón de parados a tres millones.

Durante el periodo de Felipe González (PSOE) la tasa de desempleo no bajó del 16% hasta que la victoria del PP en 1996 significó una aceleración en clave neoliberal del modelo productivo al que España fue encadenada por la oligarquía juancarlista tras 1986. El periodo de José María Aznar (PP) se caracterizó por encarrilar a la economía española por la vía de la «burbuja del ladrillo». Fue, a despecho de los veceros que critican ahora esa decisión pero que entonces se lucraron indecentemente con la misma, posiblemente la única opción de crecimiento de una economía condenada y moribunda incapaz de hacerlo en cualquier otro sector. Ahora, esos mismos voceros denuncian que fue «pan para hoy y hambre para mañana» o que «aquellos polvos trajeron estos lodos», pero consiguió narcotizar a los expañoles con un espejismo que les hizo creer que España había dejado de ser, por fin, pobre para equiparnos a la Europa rica, avanzada y moderna que veraneaba en nuestras playas desde los años 60.

Con Aznar el paro disminuyó hasta el 13,3% antes de cambiar su recuento a una metodología más favorable al discurso institucional en 2001 por el que se dejó de contabilizar a medio millón de parados. Desde entonces, el 11% de desempleo siguió cayendo en el periodo de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) hasta el 8,5% en 2007. Se crearon millones de puestos de trabajo. Suficientes para justificar una avalancha de extranjeros inmigrantes que satisficiese la demanda de mano de obra barata, sin cualificar e ilegal, de la oligarquía capitalista autóctona. Fue la consecuencia de una burbuja que siguió creciendo de manera exponencial durante el periodo de Zapatero. Los dos pilares políticos del régimen juancarlista ‒el PSOE y el PP‒ fueron en este tema más juntos que nunca pese a la escenificación impostada de sus querellas mediáticas.

El problema del desempleo en España es estructural, consecuencia del sistema económico adoptado durante el juancarlismo. En los últimos treinta años ninguna nación de Europa occidental ha llegado al 20% de paro. España lo ha hecho en once ocasiones. Ahora, se ha agravado por el estallido de este sistema.

 

El fin del espejismo

El estallido de la burbuja ha despertado del sueño a millones de españoles y extranjeros residentes. España ni es rica, ni es Eldorado. El trabajo se evaporó para no volver, aunque no se quiera aceptar. La función principal de los políticos, periodistas y expertos de variado pelaje es engañar asegurando que la recuperación está próxima: «el próximo trimestre…». Pero cualquiera que ya no quiera engañarse a sí mismo no tiene más remedio que reconocer que estamos en el sexto año de la «crisis» y que hasta los organismos internacionales más sistémicos como la Comisión Europea, el FMI o la OCDE aseguran que las cifras de desempleo seguirán siendo las mismas hasta por lo menos 2018. Es su dosis de optimismo. Se cumplirán entonces más de diez años de «crisis» y los políticos del juancarlismo, si antes no lo liquida el pueblo español, seguirán mintiendo con la misma desfachatez a una audiencia deseosa de creerles sobre el fin de sus problemas. Ministros de Trabajo, secretarios de Estado de Empleo, etc. seguirán insultando nuestra inteligencia y emplazando a cada vez más españoles desesperados al próximo trimestre.

El discurso falso de estos «mercenarios del optimismo» sigue teniendo acogida en una audiencia que se niega a aceptar la realidad, que se aferra a que esto no puede seguir así porque, como dicen algunos trasnochados, si no «van a arder las calles…». Pero pese a que el número de parados que llevan más de un año sin trabajo sigue creciendo ‒son 3,5 millones‒, pese a que cada vez son más las familias con todos sus miembros en paro o pese a que aumentan los desempleados que no reciben ayudas públicas, las calles no han ardido. La sociedad española está demostrando una exquisita paciencia o un pusilánime conformismo. Algo especialmente llamativo en provincias donde se supera el 40% de paro o regiones que sobrepasan el 30%. Pero que nadie se engañe, esto no es nuevo. Desde la Transición, los expañoles han demostrado su complacencia con las elevadísimas tasas de desempleo que las series estadísticas demuestran. Durante los 80 se dieron iniciales y violentas respuestas por parte de sectores concretos de los trabajadores afectados por la desindustrialización. Fueron colectivos obreros con una constatada tradición combativa que se desmovilizaron a medida que se aseguraron importantes transferencias de rentas a través del Estado en forma de prejubilaciones y subsidios sociales. Desde entonces, las calles no han vuelto a «arder».

 

Desempleo estructural

El desempleo actual ha llegado para quedarse. No se trata de una nefasta situación coyuntural. No vivimos una crisis puntual, hemos entrado en un nuevo ciclo de la barbarie capitalista. Y una característica de esta nueva etapa es la aparición y consolidación de un «paro estructural» en España. En el Occidente capitalista es la consecuencia de un modelo productivo al que cada vez le sobra más mano de obra, sustituida por máquinas automatizadas y tecnología de vanguardia y mano de obra cuasi esclava en el Tercer Mundo y países emergentes. En EE.UU, el crecimiento de la productividad y del número de puestos de trabajo fue en paralelo desde 1945 hasta el inicio del siglo XXI. Desde ese momento, la evolución de ambos indicadores es divergente.

En la Expaña juancarlista se añaden las taras específicas de su modelo productivo. Un modelo incapaz de generar un crecimiento económico que cree cinco millones de puestos de trabajo en un futuro cercano. No existe hoy ningún sector capaz de semejante hazaña. Un milagro sería, incluso, la recreación de otra burbuja en otro sector económico equivalente a la vivida hasta 2008, de elevada demanda de mano de obra barata y que diera unos años más de prórroga a un modelo muerto para mayor desgracia de las futuras generaciones de españoles.

Lo empeora el hecho de que a los jóvenes que cada año se incorporan al mercado laboral ‒da igual que sea con 16 o con 25 años‒ se les añaden los trabajadores obligados a posponer su jubilación tras el retraso hasta los, por el momento, 67 años. La inmensa mayoría de los trabajadores que han perdido su empleo desde 2008 no lo van a recuperar: los jóvenes con más suerte sólo conseguirán trabajos temporales mal pagados que antes eran trabajos estables desempeñados por trabajadores mayores (45-50 años), con sueldos dignos tras años de esfuerzo, y que han sido amortizados aprovechando la excusa de la «recesión».

 

Subempleo

En lo relativo a las tendencias del mercado laboral, España presenta una singularidad. Las debilidades propias del modelo económico español han provocado una destrucción de empleo de dimensiones inauditas en la Europa occidental. Por esta razón, al contrario que en la UE, la temporalidad se está reduciendo (es del 22%) como consecuencia de esa masiva destrucción de empleo. Por el contrario, el número de ocupados que trabajan menos horas de las que desearían no para de aumentar y alcanza ya los 2,6 millones.

Pero la fijación mediática en las cifras absolutas del paro esconde una destrucción del factor trabajo en todo el Occidente capitalista. La diferencia es que en otros países se ha optado por «repartir» ese menguante trabajo. Así, en la ejemplar Alemania se han creado 3,3 millones de empleos en los últimos siete años aunque las horas trabajadas sigan siendo las mismas. Ello ha sido posible mediante la generalización de los «minijobs», que no se duda en poner de ejemplo para maquillar las estadísticas laborales españolas. Como ha afirmado Angela Merkel «la clave es saber si queremos que los jóvenes tengan un trabajo peor pagado y con menos derechos o ningún trabajo en absoluto». Es un reconocimiento implícito de la triunfante barbarie capitalista. En Alemania no hay salario mínimo amparado por la ley, uno de cada cuatro alemanes cobra menos de cinco euros a la hora, cuatro millones y medio de alemanes (sin contar a los extranjeros residentes) viven de un «minijob», y ocho millones tienen empleos a tiempo parcial. No es de extrañar, pues, que la mitad de las familias no tengan que hacer la declaración de la renta por no alcanzar los ingresos mínimos.

 

Precarización

Como ya se sabe, los gobernantes de Eurolandia han fijado a los subordinados gobiernos colaboracionistas una receta de austeridad presupuestaria para «salir de la crisis» consistente en recortes en los gastos públicos, subidas generalizadas de impuestos y devaluaciones internas de los salarios del mundo del Trabajo.

Mientras que el propósito único de estas políticas es garantizar a los acreedores la devolución íntegra de los préstamos contraídos ‒privados y públicos‒, el supuesto efecto beneficioso de la devaluación interna sería la ganancia en competitividad de los productos elaborados en España. Se trata de trabajar más para cobrar menos, asimilando las condiciones laborales y salariales de los trabajadores españoles a los estándares del Tercer Mundo. Esto ya se está dando aunque no de manera suficiente ya que recientemente la señora Lagarde y el señor Rehn han cifrado en un 10% de media el tijeretazo adicional necesario a los sueldos de los trabajadores españoles. Sólo Chipre presenta una devaluación de los salarios superior a la de España.

Para ello, el gobierno del turno de su majestad puso en marcha una reforma laboral cuyas consecuencias ya advertimos desde estas páginas. Más allá de las mentiras de la ministra de Trabajo, esa reforma laboral buscaba la rebaja de los salarios de los trabajadores fijos para no ser despedidos. La realidad comprobable es que el fin de los convenios colectivos ha supuesto tanto la bajada de los salarios como el incremento de los despidos. Las empresas, acuciadas por el verdadero problema que es su deuda, rebajan los costes salariales mediante despidos masivos y destinando esos excedentes a reducir su deuda. No hay ganancia en productividad.

El mantra de la competitividad perdida, repetido hasta el aburrimiento, acaba convenciendo a millones de resignados trabajadores de que en la situación actual deben aceptar los recortes como un mal menor cuando ya el 58% de los trabajadores tienen un salario neto inferior a mil euros mensuales. No basta con que el salario mínimo sea el tercero más bajo de la UE-27 en relación a la media de ingresos. O que el nivel de pobreza en los hogares donde todavía hay trabajo siga aumentando: en la Unión Europea sólo Grecia y Rumanía presentan peores indicadores. O que el 30% de los trabajadores no alcancen el 60% de los ingresos medios en España, siendo el país de la UE donde más aumenta este porcentaje. No basta con el hecho de que en 2012, las remuneraciones salariales disminuyeron un 8,5% mientras que las rentas de empresas y autónomos crecieron un 1,4%. De tal manera que, por primera vez, las rentas empresariales superaron a las salariales en su aportación a la riqueza nacional (el 46% del PIB frente al 44%). No basta con el hecho de que los costes laborales unitarios, la relación entre salario y productividad, cayeran en 2012 un 3,4%. El descenso acumulado desde 2009 es mayor que el que experimentó Alemania entre 2003 y 2007.

 

Para acabar con el paro una nueva economía

El aparato productivo de la España juancarlista es el que es. Sólo ha sido capaz de reducir sus tasas de desempleo históricas mediante burbujas expansivas basadas en sectores de bajo valor añadido, de escasa productividad. Ha sido entonces un formidable generador de empleo para rumanos, marroquíes, sudamericanos o paquistaníes. Mano de obra barata y desesperada. Escasa cualificación, baja productividad, retribuciones infames. Empleos de país pobre que ocupan trabajadores de países pobres. Inmigrantes que compraban las mismas casas que construían. Pero mientras, el desempleo autóctono siguió siendo crónico.

La experiencia demuestra que la economía española sólo ha creado empleo neto cuando ha crecido un 2% anual. Se puede esperar lo probable, que esta evidencia empírica se confirme, o desear lo improbable. Quienes no se conformen, quienes quieran retomar las riendas de su destino individual y nacional deben reconocer que sólo un cambio del modelo productivo español permitiría acometer el problema del desempleo desde otras prioridades. Algo que exige del enfrentamiento abierto con la monarquía de los banqueros reinante. Esta oligarquía sólo ofrece la alternativa de reducir la población activa (actualmente en un paupérrimo 59,5%) deteniendo el proceso de incorporación de los jóvenes y las mujeres al mercado laboral, incentivando la emigración de todos los españoles posibles sin importar la pérdida irreparable de potencial humano para España y esperando a que extranjeros desengañados retornen a sus países de origen.

El Partido Nacional Republicano propone a los españoles el cambio de ese modelo productivo que condena a España a la descomposición nacional y social en la vorágine de esta barbarie capitalista por uno completamente nuevo, centrado en la planificación de las fuerzas económicas mediante un Plan Nacional del Trabajo que anteponga el bienestar de los españoles a la opulencia de la oligarquía juancarlista y sus burguesías. Nación o barbarie.