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Troquelados de lo español
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Troquelado A: romanización

Patria

La Patria, entendida al modo romano, es tradición–traditio, entrega–, que ha de ser preservada y perfeccionada. Es el “lugar de nuestros padres”. Añadirá Nietzsche que debe ser, además, el “lugar de nuestros hijos”.

El patriotismo es sentimiento. Pero no hay patriotismo genético. Los sentimientos no brotan de la biología. Son razonamientos en conmoción. Y los razonamientos son solidificaciones de experiencias. El sentimiento patriótico es producto de una experiencia histórica que ha terminado cristalizando en una realidad existencial colectiva. Es resultado de la convivencia durante muchos siglos –o milenios–, de empresas comunes, leyes comunes, gestación de un idioma común, memorias y relatos compartidos, enemigos comunes…

En los grandes momentos, la Patria es construcción deliberada. Es troquelado de un tipo humano.

 

Hispania: de la tribu al Imperio

Nuestra historia como Patria se inicia con Roma. Con los iberos y celtas vivíamos en el estadio de la tribu. Su horizonte vital no excedía el cuarto grado de consanguinidad. Gracias a la victoria de las legiones, pasamos de la tribu al “pueblo romano”, entendido como cuerpo político. Y a la participación, en lugar preeminente, en un proyecto imperial.

El Imperio, en la versión europea que apunta Alejandro e inicia Roma desde César, es la “comunidad política extensible”, con vis universalista. Es Patria de la Idea que, con los romanos, se expresa en una racionalidad pragmática, “ingeniera”, visible en el Derecho, las instituciones, la arquitectura de gran estilo, concebidas para atravesar los siglos y sobrevivir a la fragilidad de los hombres singulares.

Con los continuadores se produce, frecuentemente, un descenso de nivel. Así ocurre con la monarquía visigoda. Los visigodos heredan el ideal de Roma, pero en su fase de bajo imperio cristianizado, al que además degradan con diversas incrustaciones “bárbaras”. La noción de ciudadanía cede ante el séquito, la clientela y el pacto de vasallaje.

 

Pérdida de la Patria hispana y Reconquista

Cabe interrogarse sobre la debilidad de la romanización. ¿Dejó en gran medida intacto el sustrato originario ibero, es decir, tribal, “berebere”? ¿Prolongaron el “rancho aparte” de los visigodos y su debilidad numérica la kábila subyacente, escasamente romanizada? En cualquier caso, lo que resulta innegable es la islamización fulgurante del 80% de la población de la Península.

Los españoles de la Reconquista son reducidos núcleos que se sienten enemigos de los moros y herederos del legado visigodo y, a través del mismo, de Roma. Hasta los Reyes Católicos no es una empresa colectiva. Es en gran medida tarea particular de grupos de la nobleza arrojados a permanente lucha entre sí.

 

Troquelado B: monarquía hispánica

Los Reyes Católicos

Los Reyes Católicos nos ponen en vanguardia de Europa con la construcción de la monarquía unificada. Inician el quebrantamiento de la ex-centralización feudal y el sometimiento de los señores de horca y cuchillo a un poder regio central. Transforman el final de la Reconquista en empresa popular. Tras la misma, inauguran una empresa más elevada todavía: la conquista de América.

Después del inicio romano, los Reyes Católicos suponen el segundo gran impulso de “construcción de pueblo”, de troquelado del español, con el catolicismo como moral política unificadora. Son ingredientes de este impulso la reforma de la Iglesia operada por Cisneros (una Iglesia “nacional”, instrumento de la Corona), precediendo a las ejecutorias de Richelieu y Mazarino; la sistematización de la lengua castellana con Lebrija, y una infantería que sobresale en Europa acompañando a la diplomacia hispánica.

Este proceso culminará con los Austria, mediante la versión renacentista del ideal del Imperio. España supo hallar las dos palancas más potentes de la época –el Imperio y la fe católica (un ideario universalista)– como instrumentos políticos de la grandeza. Con ellos alcanzó cumbres de pujanza –de “desmesura”, comentará Nietzsche– no alcanzadas hasta entonces por pueblo alguno. En el plano interno, se constata una profunda revolución que propició el tránsito de una población particularista, atascada en sus pleitos locales, a un pueblo de preocupación universal, navegante, colonizador, ambicioso.

 

Límites de ese proceso

Es erróneo hablar de la “unidad nacional” conseguida por los Reyes Católicos. La Nación como forma de vida política nace con la Revolución francesa. Y se exagera, además, el alcance unitario de este periodo. Con los Reyes Católicos, así como con los Austrias, e incluso con los Borbones, sólo tenemos “las Españas”, la “monarquía compuesta”.

Por otra parte, no se manejan impunemente ciertos instrumentos. Los medios que en un momento dado nos encumbraron, nos llevarán a continuación a quedarnos apartados de la historia, al impedirnos hallar a tiempo los nuevos resortes, esta vez técnicos y económicos, de la “voluntad de poder”.

Desde los Reyes Católicos el poder español utilizó la fe religiosa como herramienta fundamental de la eficacia política. Pero España saldó con creces el préstamo del catolicismo al Imperio. Si el catolicismo ha podido perdurar hasta nuestros días ha sido gracias a la España de los Austrias, con sus teólogos en el Concilio de Trento, gracias a Lepanto, gracias a los tercios en los campos de batalla de Europa, gracias a la obra organizadora en el Nuevo Mundo. Y, a cambio de un siglo y medio de gloria, la férrea incrustación del dogma teologal en la esfera política e intelectual dificultará de modo extremo el paso a los fermentos de cultura secular, racional, científica que han desembocado en el mundo titánico de la Técnica. Un mundo que sigue siendo el nuestro, y cuyo protagonismo se halla todavía hoy en disputa, entre la hegemonía del Burgués y las tentativas, por el momento fallidas, del Trabajador.

 

Una prolongada decadencia

El absolutismo borbónico: un lamentable repertorio de tarados que aliaron a su carencia de ilustración una mentalidad de herederos y liquidadores (con salvedades como Carlos III).

Es frecuente el rechazo ahistórico del absolutismo. Pero la verdad es que los españoles apenas hemos podido beneficiarnos de los aspectos positivos que el absolutismo aportó a otros países. Así, la afirmación de una “razón de Estado”, sin duda despótica, pero que introducía una distancia con la moral de la Iglesia, aunque fuese bajo la férrea guía de dignatarios de esta última. El ascenso de una nobleza de toga ganada al racionalismo ascendente. El comienzo de separación entre el patrimonio del rey y la hacienda pública.

La aparición de una burocracia profesional de servidores del Estado, en lugar de las viejas clientelas. El intento de una nueva legitimación de la monarquía en la búsqueda de seguridad y prosperidad de sus súbditos, aunque todavía debiese convivir con la invocación del derecho divino, etc. Y, con todo ello, el allegamiento de un apoyo popular que permitiese al rey la sistemática laminación de feudos territoriales. La preparación inconsciente, molecular, de la Nación unida e indivisible.

El troquelado del español forjado desde los Reyes Católicos languidecerá en el alma de nuestro pueblo hasta el siglo xix, incluyendo la llamarada del levantamiento patriótico contra la invasión francesa y la posterior guerra de la Independencia. Curiosamente, hemos estado celebrando como efeméride “nacional” ese alzamiento frente a Napoleón y el ideario de la Revolución francesa, alzamiento en nombre de un monarca absolutista, con guerrillas capitaneadas en algunos casos por capellanes, y todo ello bajo la alta dirección del británico Wellington.

 

Troquelado C: la Nación española

Primer nacionalismo español

En 1812 tiene lugar el comienzo formal de la Nación española. Para que ese inicio constitucional diese paso a una construcción nacional efectiva eran necesarias importantes transmutaciones: paso de la monarquía por derecho divino a la soberanía nacional y popular como fuente legítima de todo poder, y del súbdito al ciudadano; separación de la Iglesia y el Estado; decadencia de los privilegios señoriales en el seno de una comunidad de ciudadanos iguales; disolución de todo el entramado de fueros, particularismos aldeanos y privilegios territoriales. Ataque a fondo a la gran propiedad latifundista.

Pero lo propio de los países atrasados es la ausencia de un jacobinismo violento y arrollador que despeje los caminos de una joven burguesía capaz de edificar un poderoso paisaje industrial. Contrariamente a lo pronosticado por Marx, los países atrasados no siguen mecánicamente los pasos de los más adelantados. Durante toda una etapa, los viejos poderes se sostienen incorporando algunos de los últimos rasgos del despliegue capitalista en los países más avanzados, que combinan con la preservación de las estructuras más vetustas. Así, en nuestro caso, hará pronto acto de presencia un capital financiero rapaz que no culmina un ascenso industrial, sino que se amasa con depósitos de la gran propiedad territorial, de las órdenes religiosas y de los indianos. Este marco posibilita tan sólo una industria y comercio raquíticos, en medio de la pobreza de la mayor parte de la población, sumida en una agricultura arcaica, todo ello bajo total dependencia extranjera.

El primer nacionalismo español es un timorato nacionalismo liberal que preservará la monarquía, erigirá todas las constituciones del siglo xix –a excepción de la de la I República– bajo el signo de la confesionalidad católica del Estado y mantendrá a la Iglesia y a los grandes terratenientes con todos sus privilegios medievales. Y jamás se le ocurrirá discurrir sobre la necesidad de una moral nacional propiamente política. Lo español se continuará identificando con lo católico. Y consecuentemente, los españoles, durante mucho tiempo, seguirán siendo católicos como lo habían sido durante siglos, a través del Estado.

No negaremos a ese nacionalismo algunos aspectos positivos: idea, aunque fragmentaria, de la Nación política y sentido de su unidad, loa a los grandes momentos del pasado (Reyes Católicos), organización en provincias, etc. y algunos tímidos intentos de modernización en el plano hacendístico. Éstos fueron suficientes para encabritar a la reacción tradicionalista carlista, radicalmente hostil a la idea de Nación y a la modernidad, con su ideario de «Dios, Patria, Rey», fueros, idolatría del localismo, etc. La impotencia de ambos sectores favoreció que el ejército se convirtiera en actor de la vida política y vivero de estadistas.

 

Republicanismo liberal

Por otra parte, el ala intelectual más impaciente del liberalismo procedió a reelaborar sus residuos ideológicos en un sentido republicano. Esta alternativa, de acentuado corte individualista, se vinculó estrechamente a la masonería, «el ala más pérfida de la burguesía radicalizada» (L. Trotsky). Tras la máscara de una virulenta hostilidad a sus competidores de la iglesia católica y una ampulosa fraseología humanitaria y pacifista, ocultaba una función de agencia de los imperialismos francés y anglosajón.

Este republicanismo se entregó primordialmente a una labor de diatriba anticlerical, a socavar el espíritu militar al aliento de las tendencias disgregadoras de catalanistas y vasquistas, al derrotismo integral con ocasión de la guerra de Marruecos y, en todo momento, a desacreditar todo sentimiento patriótico español.

 

1898

1898 no sólo es un momento de gran cambio por el fin del imperio y el comienzo de la agitación separatista a escala importante. Lo es también por la gestación de una decisiva transformación ideológica que se impondrá en un segmento de las esferas dirigentes. Supone lo que en Francia había significado el paso de De Maistre a Maurras, pero con un alcance histórico infinitamente mayor, pues no se redujo a una mera operación intelectual. El significado del nacionalismo español experimentará un cambio radical, que lo separará de la senda política liberal. Bajo el rótulo del nacionalismo español pasará a cobijarse un intento de recuperación actualizada del Troquelado B. Más exactamente, se urdirá la amalgama de un proyecto de modernización liberal capitalista en lo económico, con el discurso ultracatólico y tradicionalista, que durante todo el siglo xix no había sido nacionalista, en el terreno político. La dictadura de Primo de Rivera será un primer y tímido ensayo en esta dirección. El franquismo conducirá ese proyecto a su triunfo y plena realización.

El mencionado giro de la derecha está en la base del radical rechazo anti-españolista de la izquierda social. Pero esto pudo producirse porque, a la vez, existía una satelización de esa izquierda por las proclamas de la derecha: la izquierda daba por buena la definición que la derecha hacía de España para arrojar a España al cubo de la basura.

El separatismo catalán y vasco va de la mano del desigual desarrollo económico. En un primer momento, sectores burgueses y pequeño burgueses de esas dos regiones, más desarrolladas que las restantes, intentaron tomar en sus manos la dirección del Estado para convertirlo en instrumento de protección de sus negocios. Tras una sucesión de fracasos políticos, optaron por una vía secesionista. Y en las Vascongadas hay que considerar, además, la resistencia a la modernización liberal de parte del caserío y el clero.

Grandes masas obreras y campesinas pasaron a vivir de modo súbito lo que Nietzsche denominó la “muerte de Dios”, y que aquí se redujo a la pérdida de vigencia del ideario católico. Pero más que una impugnación del dogma, lo que se desata, en pleno siglo xix, es un afán analfabeto y visceral de exterminio del clero. Con la paradoja de que, a la vez, el fermento cristiano, disociado del marco católico y radicalizado en formas secularizadas y mesiánicas, abona la expansión del anarquismo en proporciones desconocidas en otros países.

 

Segunda República

La II República, que se autodenominaba «república de trabajadores de todas clases», irrumpió como un régimen liberal-capitalista trufado por la masonería, obsesionado en mermar el poder de la iglesia católica, pero incapaz de dar el más mínimo paso para evitar que gran parte del pueblo español siguiese hundido en la miseria. Tras un estéril y convulso paréntesis derechista, terminó sus días apoyada en un abigarrado pacto de republicanos “burgueses”, separatistas, ministros anarquistas y marxistas estalinizados, bajo la creciente dirección de estos últimos.

Ese régimen no triunfó porque su derecha parlamentaria era completamente antisocial y sólo instrumentalmente republicana y porque los republicanos de izquierda, ante todo el PSOE, no tenían interés alguno ni en España ni en forma alguna de lo que llamaban “democracia burguesa”. Ya en 1934 se hizo visible el proyecto de aniquilación social y nacional desatado por el socialista Largo Caballero, el Lenin español, en conjunción con los secesionistas catalanes.

Azaña, principal exponente de los republicanos “burgueses”, pretendía reeditar en pleno siglo xx la jugada jacobina: manipulación de «los grandes batallones populares» por un pequeño núcleo de intelectuales. Pero esos “grandes batallones” ya tenían doctrinas, organizaciones y jefes propios. Desde 1936, el único papel de Azaña, irrisorio y patético, era prestar fachada democrática ante Occidente a un proceso orientado a la “bolchevización” del país, bajo la batuta de Moscú.

Hay que destacar la falsedad de los análisis trotskystas y bordiguistas que han presentado al Frente Popular con un mero expediente de defensa del orden liberal frente a la “revolución proletaria”. El Frente Popular, en la estrategia estaliniana, no era más que la primera fase de la construcción de una “democracia popular”, que implicaba la conquista de la hegemonía del Partido Comunista en su seno y el exterminio paulatino, «como secorta el salami» (G. Dimitrov), de los aliados iniciales.

 

Nacional-catolicismo

El franquismo constituyó una dictadura militar cuyo fundamento ideológico era la afirmación de España como «reserva espiritual de Occidente»: la defensa del catolicismo y de una cultura tradicional pre-moderna que sólo podía perpetuarse en exiguos marcos provincianos y agrarios.

En una fase muy limitada, el franquismo se dotó del andamiaje político «de una especie de seudo-fascismo» (S. Payne). Ésta fue la aportación de la Falange, que a su vez constituía un intento contradictorio de conciliar esquemas políticos procedentes del fascismo italiano, y cultura católica. Gracias a su trasfondo cultural tradicionalista, la Falange pudo funcionar, con ciertos rechinamientos provocados por la renuncia a algunas de sus metas sociales, dentro del esquema franquista.

Durante años, Santiago Carrillo, asesorado por el prominente economista Ramón Tamames, pronosticó la imposibilidad de un desarrollo económico bajo el franquismo. Ese desarrollo exigía, según el PCE, una “revolución anti-feudal”. Sin embargo, desde finales de los 50, y en medio de un ciclo largo de crecimiento económico internacional, España constituirá un ejemplo de manual de la llamada vía prusiana de desarrollo. Desde una superestructura de dictadura nacional-católica se promovió una impetuosa transformación capitalista del país, que alteró sustancialmente su fisionomía.

Pero, con ello, se fue acentuando una contradicción fundamental entre las consecuencias del impulso tecnológico y económico, de un lado, y el mantenimiento de las formas políticas dictatoriales y la cultura tradicional, de otro. Los intentos de recambio de los iniciales discursos “nacional-sindicalistas” por un materialismo orgánico de “paz y desarrollo” se revelaron insuficientes. Se habían aglomerado amplísimas capas sociales urbanas que suspiraban por ser “europeas”: por acceder al modelo de vida individualista liberal coherente con el marco socio-económico del capitalismo maduro.

Bajo el franquismo, ingentes recursos económicos y millones de trabajadores de Murcia, Andalucía y Castilla fueron puestos al servicio de una potenciación industrial de Cataluña y el País Vasco, de las “provincias traidoras”. Con ello, el franquismo sentaba las bases de una ulterior exasperación de las pretensiones separatistas en estas zonas, sobre todo cuando en el centro y en el Levante español aparecieron polos económicos más dinámicos.

 

Segunda restauración

El rasgo más relevante del régimen de 1978 es la completa desnacionalización de España que la precipita hacia la desintegración.

Este proceso arranca de etapas anteriores. Payne constata una «ausencia de nacionalismo español derivada de la debilidad de espíritu patriótico». Y esta debilidad patriótica tiene sus orígenes en el declive del catolicismo que había sido su contenido fundamental, por un lado; por otro, en la identificación, propiciada desde la izquierda, del patriotismo hispánico con el franquismo –que, por su parte, había contribuido decisivamente a la despolitización de los españoles–.

A esto se suma la obra sistemática de desnacionalización promovida, con la bendición borbónica, a partir de la constitución de 1978: liberalismo individualista desvinculado de toda preocupación nacional española, combinado con enaltecimiento servil del etnicismo en las “nacionalidades”.

Por otra parte, se cumple el presagio de Joaquín Costa: «o nos europeizamos, o nos europeizan». Como hemos sido incapaces de introducir de forma selectiva y original las experiencias y avances del Continente, se ha impuesto un europapanatismo colonizador que opera, además, como coartada del olvido de España.

Con Aznar, tras un largo periodo socialista, accede al gobierno una derecha conservadora-liberal, impregnada de un sentimiento de inferioridad ante la presunta legitimidad democrática de la izquierda y lastrada por una completa esterilidad intelectual. Todo su mensaje se agotará en el eslogan de la “prosperidad” y su visión del papel de España en el mundo se reducirá a la subordinación incondicional a los USA.

Aznar pudo meter en la cárcel a toda la cúpula del PSOE por la corrupción y los GAL y los dejó irse de rositas. Mantuvo en los aparatos de la inteligencia y la policía a legiones de sicarios de Barrionuevo y Vera. Encumbró sin cesar a Polanco, propietario del PSOE y muñidor de destacados proyectos de licuefacción de España. Se dedicó a ahondar la carencia de autoestima de los españoles con la prédica de un “patriotismo constitucional” según el cual España no existía hasta 1978. Reventó el sector público a golpe de privatizaciones. Llenó España de inmigrantes ilegales –y de inmigrantes legales superfluos– con el único objeto de conseguir mano de obra barata para las empresas. Nos metió en una guerra criminal y absurda de Iraq, en la que no teníamos nada que ganar. Se alió con los independentistas cuando le vino bien y fue incapaz de suspender la autonomía a Vascongadas cuando en ellas empezó a incumplirse la ley de forma sistemática.

La izquierda de origen marxista ha visto como fracasaban por doquier todos sus proyectos históricos –“socialismo real” y Estado del bienestar– y ha terminado abrazando al liberal-capitalismo del modo más impúdico. Pese a ello, aún se cree portadora de un papel redentor del género humano. Y ante las reticencias del “proletariado” a aceptar su “misión revolucionaria universal”, ha cambiado de protagonistas históricos. Se ha puesto a la cabeza de las corrientes migracionistas, de la islamofilia y, en nuestro país, de los nacionalismos identitarios. Sectores de esa izquierda, ante todo en el PSOE, han trocado los mitos del internacionalismo proletario por el cosmopolitismo destilado en las “sociedades filosóficas” que han alumbrado el engendro de Constitución europea. El PSOE ya no persigue ninguna transformación social. Pero ha puesto en marcha un proyecto de aniquilación de España como Nación que, lejos de apuntar al futuro, significará una formidable regresión histórica. En ese marco, grato a los grandes poderes económicos de Eurolandia, el PSOE aspira a sobrevivir como “partido institucional” amparado en la corrupción, el desprecio a toda legalidad y el aplastamiento de sus adversarios.

 

Pérdida de España

En resumen: fracaso de dos siglos de construcción nacional de España, como producto del fracaso de todas y cada una de las soluciones del Burgués como tipo histórico. Fracaso de la monarquía constitucional decimonónica, fracaso de la primera y segunda repúblicas, fracaso del franquismo, fracaso de la segunda restauración.

Hoy parece repetirse la maldición del ciclo histórico de la “pérdida de España”: traición de las esferas directivas –desintegración “taifista” de la Patria–, colonización por parte del extranjero (Eurolandia), amenazas de invasión marroquí de nuestros territorios, afincamiento interno de quintas columnas islámicas a través de las avalanchas migratorias descontroladas.

El término “nacionalidades”, incrustado como una concesión eufemística a los separatistas en el artículo 2 de la constitución de 1978 y el párrafo segundo de su artículo 150 sobre delegación a las comunidades autónomas de competencias exclusivas del Estado, esperaban con su letra fría el momento oportuno para estallar con toda su letalidad. Ese momento ha llegado con el triunfo de Rodríguez Zapatero y su gobierno de los trenes.

A partir de la aprobación del nuevo estatuto de Cataluña, las diversas oligarquías regionales han emprendido una carrera de configuración en “naciones”, “realidades nacionales”, etc. que van convirtiendo materialmente a España en una confederación de Estados –y no en un régimen federal, como pregonan diversos indocumentados–. La usurpación de la soberanía nacional española por los caciques de las autonomías con “derechos históricos” está siendo la vía que pulveriza la igualdad, libertad y solidaridad de los españoles. La asociación de malhechores entre Rodríguez Zapatero y Josu Ternera, entre los asesinos de la cal viva y los asesinos del tiro en la nuca, ha acelerado la marcha hacia la balcanización.

El PRISOE ha cogido la medida de grandes sectores de españoles, que se han transformado en masa: seres encerrados en sus pequeños ajetreos privados y en sus paisajes locales, prestos a ceder ante cuanto pida cualquier grupo de matones, creyendo que así se garantizará la tranquilidad de su siesta.

En cuanto al PP, conforme avanzan los procesos estatutarios aparece cada vez más como una mera matización del PSOE y de los nacionalistas fraccionarios. Y aunque volviese al gobierno, se encontraría con hechos ya irreversibles desde el actual marco: el estatuto de Cataluña, avance de otros procesos estatutarios que siguen su estela, los “etasunos” tomando las calles de Vascongadas e incluso legalizados, etc.

La situación monárquica “plurinacional” difícilmente podrá constituir un régimen estable. Los barandas de Galicia querrán hacerse con El Bierzo y parte de Asturias; los del País Vasco tratarán de incorporar, además de Navarra, a parte de Burgos; y los de Cataluña verán llegada la hora de tragarse a Valencia y Baleares, e incluso de rehacer la corona de Aragón con capital en Barcelona. Entretanto, en medio de este desbarajuste, el capital financiero y los oligopolios seguirán constituyendo entidades centralizadas y acumulando superbeneficios al amparo de la quiebra y privatización de todos los servicios públicos y sistemas de protección social de cada zona, de una completa “liberalización y flexibilización de los mercados de trabajo” y del reemplazo de los trabajadores españoles por inmigrantes. Y ¿quién ha dicho que Eurolandia vela por la unidad de España? Las multinacionales centro-europeas se frotarán las manos ante su desintegración.

El avance de esta dinámica en los tiempos que vienen no provocará, sin más, la eclosión de una resistencia patriótica hispana. En lo inmediato abonará una fase de confusión y caos terrible entre quienes se sienten españoles. Una profunda oleada de desmoralización les sumergirá. El propio nombre de España y su historia rodarán más que nunca por el fango. Será necesario llegar al punto omega de la pérdida de España. Será necesario que la actual masa de los españoles, arrojada a la intemperie, sufra golpes durísimos, que afecten del modo más intenso a su vida cotidiana, para que puedan abrirse los portillos de cierta resistencia.

No es la primera vez que esto nos ocurre. Salustio ya comentó de los hispanos que habían dado muerte a un procónsul injusto, soberbio y cruel: «salvo en esta ocasión, nunca los hispanos habían cometido tal delito, sino que antes habían aguantado muchos gobiernos despóticos».

La posibilidad de una extrema “socialización del dolor” está asegurada. Múltiples analistas vislumbran la convergencia e interacción de la dislocación política confederal con una catástrofe económica. En este último aspecto, vivimos literalmente de prestado. El comercio está en declive y desciende la inversión extranjera. La economía sigue marchando inercialmente, pero es sobre la base de una demanda interior cimentada en un considerable endeudamiento privado. Éste ha sido posible por los bajos tipos de interés bancario impuestos en toda la UE. Pero estos tipos no se mantendrán eternamente. Una mínima subida de los mismos pinchará toda la burbuja. Coincidirá además con el cese del flujo de fondos europeos –aunque sea gradual– y la hinchazón de todos los costos sociales bajo el impacto abrumador de la inmigración –que irá masivamente al paro–.

La imperiosa necesidad de reconquista de España, de reconstrucción de su Estado nacional, e incluso de una drástica proyección económica del mismo, podrá en ese momento ser sentida por importantes sectores de nuestros compatriotas.

 

Reconquista

Creemos que toda ensoñación pasadista debe ser desterrada. Reconquista no es restauración de ninguna de las situaciones que, una tras otra, nos han conducido a la pérdida. El objetivo es el acabamiento de la construcción nacional de España mediante su constitución en república única e indivisible, democrática y laica, dispuesta a audaces cambios sociales. Supone acciones directas de gran envergadura, ante todo de los trabajadores y, como fruto de las mismas, el inicio del troquelado de un nuevo español. Éste no significará el triunfo de alguna de las “dos Españas” evocadas por el poeta. Tampoco su reconciliación. Significará su entierro; el comienzo de un nuevo tiempo histórico.

Para todo ello, de nada sirven el regodeo en el casticismo o la introspección. Está pendiente la recuperación directa de grandes valores éticos y políticos, racionales y democrático-republicanos de nuestra tradición greco-latina y de sus prolongaciones en la modernidad.

Al mismo tiempo, tampoco podemos limitarnos a copiar la experiencias de otros. Tenemos que volver a ser creadores, a devolver de forma acrecentada y original todas nuestras deudas con la historia. Es más, estamos obligados a ello. La refundación nacional-democrática de España es imposible sin la derrota de la mentira individualista liberal que corroe a Europa entera. Es imposible sin desmontar los dos grandes campamentos de la barbarie que gracias al liberalismo se han ido instalando en todas partes: el nacionalismo étnico y el fundamentalismo islámico. Y es imposible sin que España se convierta en laboratorio de un socialismo mayor de edad, de la gestación del nuevo sentido del trabajo y de la técnica que el planeta entero está demandando.