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Sobre el sionismo
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En el plano político general, el sionismo es una forma peculiar de colonialismo [1]. En el plano ideológico, constituye una interpretación tardía (siglo XIX dC) del judaísmo primitivo (siglos III-II aC).

En particular, la ideología sionista reposa en un postulado esencial inscrito en el Génesis (XV, 18): «En aquel día dijo Jehová a Abraham: a tu descendencia daré esta tierra desde el río de Egipto hasta el río grande». El río Éufrates. A partir de ahí, concluyen los dirigentes sionistas, Palestina nos ha sido dada por Dios. «Este país existe como realización de una promesa hecha por el propio Dios. Sería ridículo pedirle cuentas sobre su legitimidad»: tal es el axioma de base que formuló en su día Golda Meir. «Esta tierra nos fue prometida y nosotros tenemos el derecho sobre ella», repitió Beghin. «Si un pueblo posee la Biblia, si se considera perteneciente a ese pueblo de la Biblia, debe poseer igualmente las tierras bíblicas, las de los Jueces y de los Patriarcas, de Jerusalén, de Hebrón, de Jericó y aún de otros lugares», insistió Ben Gurión. Y añadió con toda claridad: «No se trata de mantener el statu quo. Tenemos que crear un Estado dinámico, orientado hacia la expansión». La práctica política ha respondido a esta singular teoría. Ha consistido en apoderarse a mano armada de la tierra y expulsar a sus habitantes, como ya hizo Josué, el sucesor de Moisés. Por eso Menahem Beghin pudo proclamar: «Eretz Israel será devuelta al pueblo de Israel. Toda entera y para siempre». Así, de entrada, el Estado de Israel surge colocándose desde un principio por encima de cualquier Derecho Internacional. Se sujeta tan sólo a una dogmática religiosa.

El Estado de Israel carece de constitución. No parece necesitarla. Todos sus desarrollos jurídicos remiten al Antiguo Testamento. En cuestiones vitales como la posesión de la tierra, el Antiguo Testamento es, realmente, una escritura de propiedad. Opera como fuente de legitimidad que permite a un judío polaco, o ruso, que llega por primera vez a la “tierra santa”, adueñarse de tierras, propiedades y fortunas que durante miles de años con anterioridad a la llegada de las primeras tribus hebreas, pertenecían a los antiguos habitantes cananeo-palestinos. Es evidente que no estamos en presencia de un colonialismo vulgar, principalmente porque, como resaltaremos más adelante, el Antiguo Testamento, ese registro de propiedad exclusivo de los judíos es, al mismo tiempo, una “licencia para matar”.

El Estado de Israel –en el efímero reino mítico de David y en la actualidad– es la consecuencia natural de las indicaciones impartidas por la autoridad suprema, Jehová. Éste es el único propietario de la Tierra de Israel y el fundamento de todo poder, la única fuente de legitimidad. También la guerra es consecuencia determinante del dominio de Jehová sobre el Estado hebreo: es el momento en que Jehová se transforma en el “Dios de los Ejércitos”. Toda guerra judía es una “guerra santa”, porque en última instancia lo que siempre está en juego es la conquista y/o preservación de la “Tierra prometida” (Josué, Jueces, Samuel, Reyes).

Israel, Estado teocrático, fundado únicamente sobre una noción religiosa, reconoce como ciudadanos potenciales a todos los judíos del mundo. A los palestinos que se quedaron en su tierra en 1948 se les ha concedido no hace mucho una ciudadanía incompleta y posiblemente reversible. Esos palestinos, descendientes de los antiguos cananeos, fueron los propietarios de la “tierra prometida” por lo menos quince milenios antes de que Jehová se la entregase a un personaje mítico llamado Moisés. Pero desde la óptica del sionismo esto no puede ser aceptado desde el momento en que no reconoce una historia profana de Israel. Si la historia de Israel, desde la barbarie de las primeras tribus hebreas –que llegan muy tardíamente al Canaán bíblico– hasta el día de hoy, quedara limitada a datos puramente físicos y/o documentales, esa historia sería sin duda alguna tan nimia que apenas valdría la pena escribirla. La única historia posible de Israel es la historia mítica de Israel.

«La historia de Israel es historia sagrada, historia del pueblo elegido por Dios para recoger su palabra y preparar el advenimiento de su reino... La historia de Israel adquiere en consecuencia un carácter único que no es susceptible de explicación con criterios meramente racionales» (Antonio Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado). De aquí se desprende algo fundamental para el sionismo: todos los actos del pueblo judío son excepcionales, es decir, están inspirados por un mandato divino. Todos sus actos, especialmente los políticos y, sobre todo, los militares. Así, el Estado de Israel actual, el primitivo “Hogar Nacional” que surge con la partición de Palestina, debería ser estudiado no a través de la historia concreta, real, sino a partir de una decisión sagrada. Los hombres, los actores de la historia, serían meros agentes de una voluntad superior. El Estado de Israel no puede estar sujeto a leyes humanas porque es el producto final del “excepcionalismo” judío.

Muchos acceden hoy al conocimiento de la crueldad sin acotamientos del sionismo. Pero es desde sus inicios que el judaísmo, tal como se revela en la Torah, traduce una posición fundamental y radicalmente racista y hace del exterminio de los enemigos de Israel un deber sagrado. La fiesta religiosa más popular entre los judíos, la fiesta del Purim, celebra y conmemora la masacre (mítica) sistemática de los enemigos del pueblo de Israel acusados de haberlo querido exterminar. La religión judía proclama que Jehová prometió al pueblo de Israel, a cambio de su sometimiento a los Mitsvot, que terminaría por ejercer la dominación mundial (cuando finalice la Historia). Se supone que la Historia, que presencia el derrumbe sucesivo de todas las naciones y de todos los imperios, en su dialéctica asegura y realiza el triunfo final de Israel, en los tiempos mesiánicos [2].

En suma, Jehová firmó un contrato con Israel, gracias al cual es adorado y que le servirá para someter la tierra entera. Jehová necesita pues a Israel como Israel necesita a Jehová. Esta alianza debe inscribirse en la carne y la sangre del pueblo judío de manera indeleble (B´rith Milah = circuncisión, y B´nai B´rith = hijo de la alianza). 

Este proyecto mesiánico es explícitamente mundano, histórico y político. De acuerdo con el mismo, el pueblo judío es el pueblo sacerdotal destinado a dar cumplimiento a la humanidad mediante su propia dominación. Una dominación que no distingue entre lo religioso y lo político. Por supuesto, existen otras interpretaciones judaicas de la Biblia y de la misión histórica teocrática del pueblo judío. Pero la interpretación expuesta corresponde a la versión que consiguió triunfar en los inicios del siglo XX, la sionista.

En Europa, a partir de la Revolución francesa, se fueron aboliendo los restos de ostracismo en que se hallaban los judíos de muchos lugares. En un primer momento, numerosos judíos se integraron contrayendo matrimonios mixtos, cambiando su nombre o convirtiéndose al catolicismo o al protestantismo. En Alemania, el proceso de asimilación de los judíos inquietaba más a los rabinos que a la generalidad de los alemanes. Es probable que, de no haber sido por el racismo nazi, un materialismo zoológico vulgar que también se pretendía “pueblo elegido”, los judíos se hubieran diluido en la nación germánica. También en Francia muchos judíos abandonaron su práctica religiosa y todo sentimiento diferencial. Se mezclaron con sus conciudadanos. Pero después de la Segunda Guerra Mundial las cosas cambiaron radicalmente. Muchos judíos volvieron a sentirse extraños a las naciones en las que vivían. Y no sólo se replegaron en una crispación “identitaria” a veces extrema, sino que además no desaprovechan ninguna ocasión de proclamar su “judeidad”.

Se calcula que hoy existen 17 millones de judíos en el mundo. Su fracción sionista  ocupa posiciones importantes en el seno del poder de la finanza, de los medios de comunicación y de la universidad, ante todo en USA, pero también en algunos países de Europa occidental y Sudamérica. Con la relevante influencia que como lobby ha conquistado en USA, ha podido mantener un Estado, el de Israel, en el que la mayoría de los sionistas no se instalan. Gracias a ese Estado, los sionistas han conseguido un estatuto de doble afiliación, al precio de la dislocación de Oriente Medio y de intentar una y otra vez la provocación de fracturas irreparables entre Occidente y el mundo árabe, al tiempo que se alborozaban de la radicalización fundamentalista operada en el interior de ese mundo. Invocan las persecuciones sufridas durante la Segunda Guerra Mundial para ponerse a resguardo de toda crítica, explotando sabiamente el victimismo. Pero en los tiempos que vienen, el conflicto de Oriente Medio conducirá al sionismo a dar pasos decisivos en la guerra de exterminio de los palestinos. Y más alla de esos pasos, seguirá presente el objetivo final: el Gran Israel desde el Nilo hasta el Eufrates. 

El rechazo de todas las formas de racismo conlleva la denuncia sin paliativos de la  metafísica de la tierra (de Israel) y de la sangre (los hijos de la Alianza), y de otras metafísicas pretendidamente adversas y, en el fondo, calcadas de ella. Implica la condena del proyecto colonial-teocrático sionista y la defensa de los derechos del pueblo palestino.

Pero sería lamentable que, para ello, los europeos nos prosternásemos ante las “bondades” del islam.  Lo que le caracteriza en su conjunto –y no sólo a sus tramas fundamentalistas– es el odio paleo-sacerdotal al pensamiento crítico, a la verdad racional, a la separación del orden temporal respecto del religioso y a la democracia. Y ese odio se impregna hoy de impotencia, en la medida en que toda su capacidad operativa se la debe al mundo que pretende combatir. “Infiel” es el recurso a la energía nuclear con la que Irán pretende abastecerse, “infieles” son  los cohetes que Hizbulá lanza contra los israelitas, “infiel” es la dinamita que Hamás hace estallar en los autobuses y supermercados judíos, “infiel” es la tecnología informática de la que hoy dispone cualquier grupillo yijadista. ”Infieles” son las universidades en las que se formaron algunos de los primeros cerebros del terrorismo islámico. 

Optar entre sionismo o islamofilia es optar entre dos variantes de la barbarie. Sería vergonzoso que los europeos sucumbiésemos ante fanatismos del Libro destilados en los desiertos. Hace mucho tiempo los dejamos atrás.

 

Notas

[1] En la época histórica en la que surge el sionismo, todo el continente europeo estaba impregnado de sentimientos colonialistas. Los colonialistas más activistas, como sir Cecil Rhodes, promotor del Estado racista de Rhodesia (actual Zimbawe), edulcoraban sus objetivos con argumentos filantrópicos. «Ayer estuve en el Est-End londinense y asistí a una asamblea de parados. Tras oír allí discursos exaltados, cuya nota dominante era ¡pan, pan!, y al reflexionar sobre ellos de vuelta a casa, me convencí más que nunca de la importancia del imperialismo. La idea que yo acaricio representa la solución del problema social: para salvar a cuarenta millones de habitantes del Reino Unido, de una guerra civil funesta, nosotros, los políticos coloniales, debemos posesionarnos de nuevos territorios, a ellos enviaremos el exceso de población».

Bajo el influjo de este clima nace el sionismo, movimiento político de un sector de la intelectualidad judía (en abierta competencia con otro sector de la misma que ocupaba puestos influyentes en movimientos revolucionarios como el populismo ruso y el marxismo). Theodor Herzl, periodista austriaco embebido de cultura germánica etnicista, “volkisch” será su máximo exponente. En un primer momento, Herzl había predicado la integración colectiva de los judíos en las naciones europeas mediante conversiones masivas al catolicismo. Pero después tuvo una iluminación. Era necesario que los judíos encontrasen una patria. A partir de ese momento, podrían reunirse y se transformarían en un pueblo como los demás. Su folleto El Estado judío, aparecido en 1896, es el acta de nacimiento del sionismo político. Con el pretexto de defender a los judíos que vivían marginados en diversos países de Europa oriental, pretendía transformarlos en un ejército de ocupación colonial de Palestina. Tanto en el esquema de Rhodes, como en las posiciones de Theodor Herzl de colonización de Palestina, el elemento común es que el mapa del mundo estaba vacío: ¡no existían pueblos nativos en las zonas que proyectaban colonizar! Se consideraba a Palestina como "«una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra». Pero en ese momento había en Palestina una población de 500.000 habitantes, de los cuales tan sólo 25.000 eran judios.

La idea sionista se propagó con rapidez. En 1897 tiene lugar el primer Congreso Mundial Sionista, en Basilea, Suiza, y se propugna como objetivo fundamental el regreso a Palestina. Entre 1882 y 1917 llegaron a Palestina 50.000 judíos, en gran parte rusos y polacos. No obstante, la gran desventaja de Theodor Herzl en relación con Rhodes, es que carecía de un imperialismo propio capaz de apuntalar su proyecto colonial. Fue tras un sin fin de coqueteos con distintos imperialismos, que los sionistas lograron llevar adelante su proyecto. Primero abordaron al káiser alemán, luego a su socio menor el sultán de Turquía y, al concluir la Primera Guerra Mundial, al imperialismo inglés.

En 1917, en vísperas de la Declaración Balfour tenemos en Palestina a una población fundamentalmente árabe, musulmana y cristiana. La llegada de los judíos rusos y polacos, agitados por el sueño sionista, se había percibido como algo puramente exótico.

Todo empieza a cambiar cuando llegan los ingleses, al concluir la Primera Guerra Mundial, ocupando los restos del Imperio otomano. Entre 1917 y 1948, treinta años de terror inglés permiten un proceso de adueñamiento de las tierras y expropiación de poblacíones palestinas, en provecho de sucesivas oleadas de judíos procedentes de Polonia, Besarabia, Rumanía, Rusia, Lituania y Alemania. Se asienta brutalmente una dinámica de transferencia de la riqueza local de manos de los árabes palestinos a las de los judíos, bajo la mirada cómplice de los ingleses. En 1948, Naciones Unidas, atribuyéndose un derecho que en modo alguno le pertenecía, proclama un Estado judío en Palestina. Los judíos no tenían derecho alguno a apropiarse de la menor parcela de tierra palestina, como tampoco lo hubieran tenido en Madagascar, Argentina, o Uganda (donde se contemplaron proyectos semejantes).

El Estado de Israel fue establecido por la fuerza, bajo la presión de los USA –y con el apoyo de la URSS estalinista–, dando paso a un periodo de cruentas matanzas y persecuciones de palestinos. La alianza sionista–imperialista yanqui ha sustentado desde entonces a un Estado racista, basado en Viejo Testamento y animado por una vis expansiva devastadora.

 

[2] Karl Marx, que había leído a Hegel, veía en la Historia el ascenso helicoidal de la humanidad hacia el paraíso comunista y consideraba la lucha de clases como el motor de esta revolución. Pero cabe preguntarse si esa dialéctica no debe algo al mesianismo judaico. Así lo sostiene Martin Buber, un socialista judío autor del interesante estudio Caminos de utopía. Para Buber, el anarquismo, con su voluntarismo, representa una pervivencia del mesianismo profético, mientras que el marxismo, bajo la capa científica de la adhesión a unas “leyes ineluctables de la Historia”, prolonga el mesianismo de tipo apocalíptico.

Marx, a quien los judíos no inspiraban demasiada simpatía y al que se ha tachado de antisemitismo no sin razón, ¿no ha reemplazado, quizá inconscientemente, al pueblo de Israel por la clase obrera en sus lucubraciones? «Los proletarios no tienen patria»; «Proletarios del mundo entero, uníos»...«Poco importa lo que cada proletario piense, o incluso lo que el proletariado entero pueda pensar de sí mismo; lo que cuenta es lo que la clase obrera se verá obligada a hacer, conforme a su naturaleza, cuanto lleguen los tiempos del ajuste de cuentas». Sustituyamos la palabra “proletario” por la palabra “judío” y la palabra “proletariado” por las palabras “pueblo judío”, y algo se aclara. La revolución proletaria parece un eco secularizado del milenarismo. El Apocalipsis según San Marx.