Ya no somos sólo los nacional-republicanos quienes afirmamos que este régimen está sumido en una profunda crisis institucional y de liderazgo, sino que los propios aparatos del juancarlismo y sus voceros son conscientes de su desprestigio en medio de la ruina económica, política y moral que ellos mismos han propiciado. Incluso, no tienen más remedio que admitir el deterioro público y manifiesto que afecta a la, hasta ahora incólume, monarquía y tratan de contrarrestar la zozobra de su buque insignia con algunas maniobras cara a la galería.
Así, el gobierno del PP intenta blanquear la fachada de la casa real con regeneracionismo legislativo promulgando transparencia a golpe de BOE. Y en medio del cotarro, los más cortesanos y adictos a la institución pretenden salvar la corona tirando de recambio felipista y presionan para una pronta abdicación. Pero el núcleo duro del juancarlismo, lo que fuera antaño conocido como el PRISOE, no ha dado por el momento el plácet en sus editoriales ni tribunas al mecanismo sucesorio ni al debate monarquía versus república que, por supuesto, de traducirse en un cambio de régimen, bajo su auspicio, sería tan confederal y liberal-parlamentario como el actual borbónico. Para que llegado el caso, sea quien sea el cabeza de estado, con testa coronada o no, los oligarcas del gran capital nunca sean inquietados y todo siga igual para los desdichados españoles.
Por tanto, prosigue la matraca mediática sobre las excelencias de un moderno jefe de estado investido de títulos de grandeza como el de mejor embajador de los intereses patrios en el extranjero, de salvador de la democracia, campechano, etc. Renta fabulada de la que el rey ha vivido durante décadas y ahora se ha visto mermada por toda una sucesión de escándalos.
Sin embargo, aunque la casa real fuera una institución ejemplar y virtuosa, el Partido Nacional Republicano no variaría su parecer sobre la monarquía. Porque no abona nuestro republicanismo ni los sablazos y mangoneos del yernísimo ex deportista a una administración servil y complaciente con la realeza; ni la implicación de la infanta en los mismos; ni la fabulosa fortuna de dudosa procedencia que algunos medios atribuyen al rey; ni los sainetes borbónicos de alcoba; ni las trazas de las amigas del monarca –caso de Corinna zu Sayn-Wittgenstein–, a quien al parecer se le encomendaba altas y delicadas misiones en nombre de la «marca España» a coste del erario público en cercanos palacios, regios pabellones de caza o picaderos. Todo por llevárselo en crudo por sus intermediaciones en lejanos desiertos.
Partiendo de postulados radicalmente democráticos, la institución monárquica atenta per se contra el más elemental principio de igualdad ciudadana al reservar la jefatura de estado exclusivamente a un Borbón. De manera flagrante se escamotea a los españoles un atributo de la soberanía nacional-popular: elegir a todos y cada uno de sus representantes y ser elegible para todos los cargos.
Su entraña es antinacional: en el plano interno, pese a que se le invista como símbolo de unidad, la corona contemporiza con el nacionalismo antiespañol. No por casual, la instauración post-franquista de la monarquía de Juan Carlos I se fundamentó en un pacto tácito de reconocimiento mutuo con las burguesías secesionistas de Cataluña y País Vasco. En el plano exterior, prodiga la sumisión a Eurolandia y el seguidismo a todas las agresiones lideradas por el imperialismo de turno, lo cual, conforme a la legalidad vigente le convierte, por inviolable que sea, en criminal cada vez que nuestros ejércitos participan en tales acciones (Bosnia, Yugoslavia, Irak, Libia…) sin que medie declaración de guerra.
Indubitadamente, representa a un régimen antisocial: avala las medidas de aniquilación social del ejecutivo al participar con su presencia en los consejos de ministros que aprueban baterías de recortes y auspicia a las cúpulas del gran capital con el patrocinio de sus reuniones, mientras arenga a los españoles con la necesidad de asumir sacrificios que no les corresponde.
Dicen que en las monarquías parlamentarias, el rey reina pero no gobierna. Quizá, eso vale para los países de nuestro entorno. Aquí el rey reina y borbonea: conocidos son sus telefonazos para influir en la designación de algún miembro del ejecutivo, sus declaraciones off the record con guiños al separatismo o dando espaldarazos a las actuaciones de presidentes de gobierno. Cae una más que razonable sombra sobre su implicación en el autogolpe del 23-F.
La monarquía pone el broche al régimen de 1978, representa la quintaesencia del mismo. No en vano, hemos caracterizado a este régimen de antinacional, antidemocrático, antisocial, criminal y corrupto. ¿A quién sorprende que ante la seudoimputación de la infanta Cristina en el caso Nóos, el ministerio fiscal, que depende del ministerio de interior, oficie de abogado de la defensa oponiéndose al auto del juez?
El republicanismo del PNR se deriva fundamentalmente de su nacionalismo español: la pervivencia de España no podrá venir por el reformismo y la regeneración de este régimen decadente, sus partidos y su clase dominante de oligarcas de las finanzas y los oligopolios, sino de la ruptura democrática con el mismo.
Nuestra propuesta no se agota en un cambio en la forma de gobierno o estado; quitar a un rey y poner a un presidente en su lugar manteniendo un parlamento partitocrático y 17+2 cortijos autonómicos, sino que implica el cambio de régimen y sistema económico con la refundación de España en una república unitaria y presidencialista, con elección directa del presidente de la república por el conjunto de los españoles y una radical transformación de las estructuras sociales que desaloje por todos los medios la hegemonía del gran capital amparada por el juancarlismo para abrir la vía a un nuevo socialismo que satisfaga las aspiraciones de justicia e igualdad de los españoles, pisoteadas sistemáticamente por los pajes de la izquierda y la derecha de la corona, a través de un modelo económico y productivo de potencia, basado en el rearme industrial, tecnológico y la autosuficiencia energética con el paso a titularidad pública de los grandes medios de producción y sectores estratégicos, incluida la banca.