Si se sigue la información diaria sobre la corrupción en Expaña al modo de un acrítico consumidor de los medios de comunicación existentes, uno corre el evidente riesgo de quedarse bizco o tuerto de mirar a diestro y siniestro, o de creerse la falaz explicación que venden: que los de un partido son más corruptos que los otros. A eso pretenden reducir este pudridero. Los datos que recientemente ha anunciado el fiscal general del Estado así han sido “interpretados” por políticos y creadores de opinión: como el PSOE tiene 267 causas y el PP 200, los primeros son peores. Nadie ha advertido que esto no es más que la punta del iceberg, los que se destapan cuando le interesa a alguien, unos pocos cientos de los miles que asolan Expaña.
La otra explicación, la de los tertulianos y columnistas “más críticos”, es la que todo se debe a la casta política que padecemos. Algo falso porque los políticos no configuran un grupo especial separado de la sociedad, sino que forman parte de la clase dominante de la misma. Una clase que ha blindado ese frente político mediante el modelo partitocrático vigente. Cuando se denuncia que la mujer de Montilla acumula una quincena de cargos/empleos políticos o cuando se publicita que la mejor manera que tuvo Rajoy para llamar al orden en su partido fue recordarles que es él quien elabora las listas electorales, se pretende reafirmar este convencimiento.
Más allá de la elucubración teórica es la propia realidad de los continuos escándalos de corrupción la que demuestra esta realidad. Algunos, alcanzan la categoría de paradigmáticos: Benidorm, Chaves, Mallorca, Gürtel, etc. Pero no se trata de hacer recapitulación de cada uno de ellos porque nos quedaríamos en la anécdota: los árboles no nos dejarían ver el bosque.
Los más recurrentes en los medios de comunicación son los derivados del modelo de crecimiento económico que acaba de estallar: los urbanísticos. Si algo está claro es que salpican a todo el espectro político. No es de extrañar. El sector de la construcción ha sido el motor de la economía durante los últimos años y ha generado tal volumen de negocio que son muchos los que se han lucrado. Los ayuntamientos especulando con el valor del suelo para financiar sus presupuestos en connivencia con las administraciones provinciales y autonómicas, los capitalistas que se han arrimado a estas ubres y los inevitables chorizos. Individuos más o menos respetables, vástagos de “familias de toda la vida” o detritus de la telebasura.
Porque la ideología burguesa dominante ya no incluye la laboriosidad, como fue el caso en los inicios del capitalismo. Es ahora individualismo que corre frenético tras el enriquecimiento rápido y el pelotazo. ¿Quién no se acuerda del ministro Solchaga, orgulloso de aquella Expaña psocialista en la que más rápido se hacía uno millonario? Un reflejo trasplantado a unas masas identificadas con la máxima de que quien no trinca es un “pringao”. Con esa moral que sólo distingue entre los que se lo montan y los que no se lo montan, el coste electoral de la corrupción es ínfimo. Una “sociedad civil” indiferente o ignorante ante la corrupción que recorre la columna vertebral del sistema, desde el enriquecimiento de la familia real, siguiendo con el envilecimiento de la administración de Justicia (jueces y fiscales) y acabando en el control de los aparatos estatales de seguridad e información por parte del núcleo duro del PSOE. La masa es amnésica. Nadie se acuerda ya de la Expaña de González, de Filesa, Roldán, Guerra, etc. porque el sectario parte de la base de que el robo es bueno si lo comenten los suyos y le benefician a él.
Una “ciudadanía” cínica, para la que los políticos gozan de un escasísimo prestigio según las encuestas pero que los refrenda en las urnas cada vez que es llamada a las mismas. Unos “ciudadanos” que se hacen cómplices de la privatización del Estado a manos de la oligarquía dominante. Ellos también persiguen objetivos personales, intereses locales o el lucro propio de los “trincones”. Como aquel clientelismo decimonónico.
La Transición fue un pacto de la vieja clase dominante del franquismo con los que ambicionaban incorporarse a la misma. Una sencilla y básica circulación de las élites socioeconómicas. En la actualidad, la clase dirigente es tan conservadora como progresista, tan de derechas como de izquierdas, pero toda liberal y capitalista. Una oligarquía a la que se le subordinan diferentes burguesías regionales. Una de ellas, la del “oasis catalán” se ha visto sacudida y desnudada con los casos Palau y Pretoria.
Con el primero hemos sabido de cómo Félix Millet –prohombre de esa buena sociedad catalana ayer franquista y hoy nacionalista, de esa burguesía que se ha vendido durante decenios como ejemplo de laboriosidad, europeísmo y “seny” en toda España– ha trincado para sí y para financiar ese proceloso mundo del pujolismo. Entre los destinatarios, la fundación de Convergencia Democrática de Cataluña, de la que ahora se ha sabido que sus principales donantes en el periodo 2002-2005 fueron el Orfeón catalán, las constructoras Dragados, FCC, Rehac, PRHSA, Copisa, Tamisa, la aseguradora Catalana Occidente o la empresa de servicios Cespa. Hasta que se prohibieron las donaciones anónimas a los partidos, CiU ingresó por este concepto en la década de los años 90 más de 20 millones de euros.
Con el segundo hemos sabido de una corrupción calificada como “transversal” por cuanto afecta al PSC y a CiU. La más evidente prueba, por otro lado, de cómo los capitanes charnegos del PSC se han asimilado a la clase política catalana, no sólo convirtiéndose en un componente más del bloque nacionalista sino compartiendo con ellos los mismos derechos en el disfrute de la “cosa nostra”, exigiendo su parte de ese 4%. Y se ha sabido de cómo los presidiarios Alavedra y Prenafeta, dos ilustres pujolistas, financian las organizaciones que están detrás de las convocatorias de referendos independentistas en los municipios catalanes.