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Miseria del anti-nacionalismo
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«El único movimiento social que no ha fracasado en los últimos siglos es la Nación.»
(Sami Naïr, filósofo y politólogo francés)
 

Centralidad de la Nación

La forma de vida introducida por la modernidad es la Nación. El mundo entero aparece estructurado en naciones. En los inicios del siglo pasado aparece el fenómeno de los bloques, de modo paralelo al advenimiento del imperialismo. Pero los bloques no “superan” a la nación; son constelaciones de naciones jerarquizadas por las más poderosas de entre ellas.

La realidad política determinante a lo largo del siglo XX no ha sido una lucha entre clases socio-económicas mundiales como pretendía el marxismo, sino los choques entre naciones y bloques de naciones. Esa experiencia muestra también que la “religión” predominante en el siglo XX ha sido la nacionalista, vinculada a otras dos banderas relevantes, la democrática y la socialista, pero primando sobre ellas, poniéndolas a su servicio. Todo permite prever que lo mismo ocurrirá en el siglo XXI, con la novedad de que el integrismo islámico puede ser el ingrediente de algunas naciones en lucha por la supremacía.

En una entrevista concedida en agosto de 2000 a ABC, Pasqual Maragall exponía que «todo el mundo tiene una pertenencia nacional» y que «si concurre la más mínima coherencia, todo el mundo es nacionalista». Él se proclamaba por primera vez, rompiendo un silencio y una ambigüedad de años, «nacionalista catalán en relación con España».

Estamos también quienes anhelamos la existencia de un partido nacional español que sea un partido coherente. Y que, por tanto, sea un partido nacionalista español. Un partido que, además, practique un tipo peculiar de nacionalismo: un nacionalismo democrático y de profundo calado social.

 

Arqueo-España, seudo-España y anti-España

Salta a la vista la mendacidad del liberalismo anti-nacionalista. Pese a sus protestas, el liberalismo en cualquiera de sus variantes se alinea en espacios estatal-nacionales y es, objetivamente, nacional y nacionalista. Quien hoy, entre nosotros, afirma no sentirse español, sino “ciudadano del mundo”, es en la práctica un partisano del nacionalismo imperialista norteamericano. Quien hoy proclama que es preciso “superar el drama de España” gracias al europeísmo de la Unión Europea, es de hecho un colaboracionista de la dominación nacional alemana y francesa sobre Europa y sobre una España desintegrada. Por lo demás, cuando desde Aznar a Felipe González y desde Guerra a Vidal-Quadras se han negado a definirse como nacionalistas españoles y han rechazado todo nacionalismo, no engañaban a nadie. Con toda razón fueron definidos por Pujol y Arzallus como nacionalistas españoles. Pero eran nacionalistas vergonzantes, preocupados ante todo por “no provocar” al separatismo “democrático”, en la confianza cobarde de que éste se amansaría si se dejase de “mentar la bicha” del nacionalismo español.

La distinción entre lo “patriótico” (bueno) y lo “nacionalista” (malo) sostenida por un sector ultraderechista, sólo es testimonio del carácter pre-moderno de su mensaje. Es el discurso de la paleo-España. La oposición al PNV, ETA, CiU, etc., en nombre de un anti-nacionalismo generalizado, es la calderilla liberal de una seudo-España acomplejada. Entendemos, por el contrario, que la tarea de los patriotas españoles ha de ser hilvanar un discurso nacionalista ultramoderno, republicano y socialista, contra el proyecto conservador liberal de la seudo-España, y contra la ejecutoria desintegradora de la anti-España social-separatista.

Para ello, es saludable que nos apartemos del confusionismo que supone atacar al PNV, ETA, CiU, etc., por ser nacionalistas, sin más, como si esto fuese un improperio. Se les debe atacar por practicar un tipo determinado de nacionalismo: por pretender la destrucción de España en nombre de un nacionalismo irracional, de base racista, que conduce a la tribalización, a la opresión y a un formidable retroceso civilizatorio.

 

Nación contra nación

En España, la contradicción en primer plano no es la que opone a partidarios del capitalismo con partidarios del socialismo, aunque no pueda excluirse que una cierta conciencia anticapitalista comience a aflorar en los próximos años. Es un conflicto que se sitúa en un nivel previo al anterior. Es el que contrapone a la Nación española unos proyectos nacionalistas fraccionarios de destrucción de su integridad.

Esta contradicción de nación contra nación no es una contradicción “en el seno del pueblo”. No es un conflicto que pueda paliarse y, en última instancia, resolverse por las vías del debate y la contienda electoral. Es una contradicción antagónica. Polariza una hostilidad radical, que sobredetermina a todas las demás contradicciones toda vez que afecta a los estratos existenciales más hondos.

La Nación española es, después del estallido de los Balcanes, el vientre más blando de Europa. Aparece como una realidad fofa, deshilvanada y gobernada por traidores, que trata al enemigo radical y declarado como componente legítimo. Resulta fácil presa de la colonización e incluso invasión extranjera, de un lado, y de la carcoma de unos enemigos interiores ferozmente determinados, de otro.

La nación, antes de definirse por sus elementos físicos (territorio, población, etc.) se manifiesta como hecho de conciencia y de voluntad. Y ocurre que la conciencia de España ha venido perviviendo desde hace mucho como vaga sentimentalidad patriótica de un sector de la población. No expresa la conciencia de una tarea-colectiva-hacia-el-futuro. Persiste más bien como simple patria-recuerdo, frecuentemente lacerado por el sonrojo de anteriores formulaciones. A esto se añade la conjura del sistema en su conjunto para impedir que ese sentimiento pueda ir más allá, dotándose de nuevas formulaciones que le permitan transmutarse en nacionalismo consciente y activo.

 

Críticas individualistas

Con todo, parece que algo ha cambiado en los últimos tiempos. Como ya ocurrió a comienzos del siglo XX, las chulerías, chantajes y crímenes de los nacionalismos vasco y catalán atizan una incipiente reanimación del sentimiento nacional español, que en un primer estadio ha sido capitalizada fundamentalmente por el PP.

Por otra parte, se constata un fenómeno nuevo: los nacionalismos identitarios, bendecidos durante casi cien años como fenómenos positivos por la izquierda tradicional, han comenzado a ser objeto de críticas. Pero son todavía andanadas disparadas desde las casamatas del liberalismo que se pretenden contrarias a todo nacionalismo. En sus formulaciones más afiladas, han brotado de la periferia vasco-navarra del PSOE y de la periferia catalana del socialismo y el PP. Para estas posiciones, los nacionalistas étnico-lingüísticos son censurables porque tienden a colocar valores colectivos por encima de las libertades individuales. Para un liberal, todo intento de entronizar valores colectivos, sean cuales fueren, no puede significar más que nefando totalitarismo.

Esas críticas han mostrado una muy limitada capacidad de erosión en la máquina de guerra separatista. Incluso las investigaciones honestas que rastrean los orígenes racistas y ultramontanos del nacionalismo vasco o catalán tienen menguada rentabilidad política, porque aportan explicaciones incompletas. Tras estos nacionalismos hay algo más: el afán de pertenencia a un grupo, el acotamiento de ese grupo por la noción de enemistad frente a un enemigo exterior, sin olvidar una función que se solapa con la de la religión. Estas vertientes, que para el liberalismo constituyen horrendas perversiones, reflejan en realidad dimensiones profundísimas, estructurales, de la existencia humana.

El vector liberal de la modernidad ha consagrado el triunfo del tipo humano individualista y economicista y de sus diversos conglomerados, cuya culminación ideal sería la “aldea global”. Pero la Historia nos muestra que ese proceso de globalización mercantil no se desenvuelve de forma lineal. Se abren continuas fracturas a través de las que emergen formas políticas con ciertos rasgos comunitarios, holistas a medias. Louis Dumont las ha calificado de “seudo-holistas”, pues no se desprenden totalmente de los valores dominantes. Ello provoca el frecuente fracaso de esas formas, entre las que se cuentan diversos nacionalismos explícitos. Pero su reaparición no puede ser taponada de modo definitivo por alternativas simplemente individualistas, pues se hacen eco de vertientes esenciales que el liberalismo ignora.

Los nacionalismos conscientes y explícitos proponen un ensanchamiento de las perspectivas del hombre, al aportarle posibilidad de entronque con una obra superior y de más largo alcance que la poquedad de su existencia singular. Ofrecen posibilidad al despliegue de disposiciones sacrificiales y heroicas. Proporcionan una respuesta secular, “horizontal”, al problema de la trascendencia. Aportan cualificación respecto de los demás grupos humanos, con lo que, en la actualidad, el nacionalismo puede aparecer como forma de repliegue friolero en torno a especificidades irrelevantes y frecuentemente retrógradas, pero también como la única bandera de resistencia a la “globalización”, al imperialismo y a su dictadura del “pensamiento único”.

Se impone por todo ello una honradez intelectual que se esfuerce en distinguir a unos nacionalismos de otros.

 

Tres proyectos nacionalistas

Ante todo está el concepto liberal de nación, que descansa en una disociación estructural entre “sociedad” y Estado y por la subordinación del segundo a la primera. La “sociedad” es un agrupamiento de individuos y grupos de individuos inmersos en una actividad fundamentalmente “civil”, económica y cultural. El Estado se alza como mero utensilio jurídico-político al servicio de los individuos y sus agrupamientos “societarios”, garante del sistema de derechos y libertades de los mismos. La nación se concibe principalmente como “sociedad civil”: una constelación de actividades y relaciones que tienen su epicentro en el mercado. El concepto liberal del Estado de Derecho sirve de palanca para hacer del Estado el instrumento de dicha “sociedad”. Toda la teoría y la práctica del liberalismo se dirigen a la subordinación del Estado a las categorías individualistas contractuales que entretejen el mundo de la economía mercantil.

Por otro lado está el nacionalismo étnico. Entroniza dimensiones colectivas, pero reducidas a formas de vinculación por abajo, frecuentemente vegetativas, cuando no zoológicas, involuntarias y siempre envueltas en lo mitológico. Es la raíz del nazismo, del PNV, del pujolismo y de algunos grupos neofascistas de la actualidad, influenciados por las teorías “etno-diferencialistas” de la llamada Nueva Derecha. Con ellos converge la evolución de gran parte de la izquierda de origen marxista, particularmente la modelada por las teorías leninistas de “autodeterminación de las nacionalidades”. ETA ha significado el paso desde Sabino Arana a Stalin.

La concepción liberal y la étnica aparecen empotradas en la constitución española de 1978. Con el enfoque liberal se ha reducido España a la categoría de un animal invertebrado, a una suma de productores-consumidores y contribuyentes que pueblan un territorio determinado bajo un artilugio llamado “Estado español”. El enfoque étnico ha adosado torpemente al mencionado “Estado español”, con la excusa de diferencias culturales respetables, unos proyectos políticos de índole divisionista, otorgándoles patente de corso sobre zonas enteras, las llamadas “comunidades autónomas” y “nacionalidades”.

Finalmente, está el nacionalismo democrático. Su punto de partida no es el individuo (liberalismo), ni la clase (marxismo), ni la raza o las peculiaridades lingüísticas o culturales (nacionalismo identitario). Es directamente la Nación, entendida como comunidad política de ciudadanos, cimentada en la adscripción voluntaria a principios y fines racionalmente determinados. Este nacionalismo impulsa una forma de unión que mira hacia arriba, por encima de las afinidades primarias. Y opone la noción de “comunidad” a la idea de “sociedad”, una suma de socios. Pero por “comunidad” no entiende tribu, ni rebaño de corderos apretujados ante la cercanía del lobo, ni refugio sentimental en un calor gregario. Desde el prisma de los valores más elevados del legado europeo, concibe a la comunidad nacional como quehacer colectivo capaz de aunar a personas en muchos aspectos diferentes, y a las generaciones, en una misma tarea; capaz de superar la estrechez de unas vidas hoy desparramadas en el consumismo, para instalar a los hombres en un plano en el que pueden adquirir dignidad. Es el de participantes en un combate histórico por el avance de la verdad racional, de la justicia y la libertad como ejes de autovinculación. Se trata de valores universalistas; pero en pos de los mismos, cada Nación tendrá que seguir sus propios caminos y dar lo mejor de sí misma.

Éste es el nacionalismo republicano, que debe desplegarse, por primera vez, en nuestra patria. Supone la única posibilidad de desbloqueo del proceso histórico de racionalización de nuestra convivencia, atascado una y otra vez.