El punto 11 del Manifiesto-Programa del Partido Nacional Republicano, aprobado en su VI Conferencia (mayo de 2009), define sintéticamente al capitalismo como «sistema asentado en la propiedad privada de los grandes medios de producción y cambio, que da lugar a una producción de mercancías mediante mercancías –ante todo el trabajo, la técnica y el dinero–. Su único objeto es maximizar un excedente que adopta la forma específica de beneficio privado».
Keynesianismo y liberalismo son simplemente dos armas del arsenal del capitalismo, correspondientes a dos momentos diferenciados de su recorrido, que discurre a través de ciclos de auge, crisis, destrucción y reconstrucción.
La crisis en que desemboca todo periodo de auge del capitalismo es la crisis de sobreproducción, tal como se vivió de forma catastrófica en las primeras décadas del pasado siglo. En 1936 se publicaba la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, con la que Keynes desafiaba el paradigma liberal del mercado como armonizador automático del proceso económico. Keynes localizaba el origen de la crisis en la incapacidad de la demanda social, en un momento dado, para absorber una oferta desbocada por el ansia descoordinada de beneficios. Tal incapacidad se derivaba, en principal medida, de la desigual distribución de las rentas, determinada por la estructura social.
Lord Keynes no fue jamás un “rojo”. Era un escéptico que, salvo en Inglaterra, no creía en nada y menos que en nada, en los milagros del mercado. Pero tampoco pretendía “superarlo” con una revolución social. La economía capitalista siempre acabaría desplomándose en la crisis y lo único que preocupaba a Keynes es que el capitalismo británico saliese cuanto antes de la misma y retrasase nuevas recaídas. Sus soluciones consistieron, básicamente, en inducir desde el gasto estatal una «demanda agregada» que reanimase el empleo y la producción y, con el tiempo, unas capacidades recaudatorias suficientes para enjugar el gasto público inicial. Entretanto, los trabajadores serían esquilmados mediante la inflación.
Importa precisar que Keynes elaboró su teoría para el momento en que la fase destructiva del ciclo parecía haberse consumado, tras la primera guerra mundial y, sin embargo, se producían titubeos en el inicio de la reconstrucción. Los intentos keynesianos de Roosevelt y de Hitler, basados en la expansión de la obra pública y las autopistas, fracasaron. La destrucción estaba todavía pendiente: tuvo que encargarse de ella la segunda guerra mundial.
Consumada la destrucción, sobrevino una edad dorada del capitalismo europeo, una apoteosis del keynesianismo que se prolongó hasta mediados de los años 70. Un aspecto que Keynes no pudo prever es que su doctrina fuera asumida por la socialdemocracia como alternativa de recambio del marxismo, antes de sumergirse en la ciénaga liberal-progresista en el que chapotea actualmente. Hoy los últimos keynesianos que quedan en nuestro país están en IU y en algunos sectores de la nomenclatura de CCOO y UGT.
El hundimiento del keynesianismo se deriva del hecho de que, a la larga, el gasto estatal, cebado con deuda pública e impuestos, desvía masas crecientes de recursos de su asignación a la producción de beneficio privado, que es el alfa y omega del sistema.
Desde finales de los 70, en Occidente se ponen febrilmente en funcionamiento diversos expedientes para retardar al máximo el estallido de la crisis de sobreproducción: propulsión de la oleada de las nuevas tecnologías, reducción de costes de los trabajadores nativos mediante el aliento de gigantescas oleadas migratorias, deslocalizaciones de plantas industriales, etc. Pero, sin duda, el expediente principal ha sido la expansión de astronómicos procesos de crédito al consumo, que terminarán catapultando la crisis al propio corazón financiero del sistema en 2008. En medio de esa vorágine comenzarán a cobrar influencia las teorías neoliberales.
Inicialmente, el liberalismo tomó cuerpo con el ascenso de la pequeña industria manchesteriana en su combate contra los restos de la burocracia absolutista. Ha preservado esta marca de origen: odio a los funcionarios, odio a la intervención del Estado, odio a lo público. Pero el mundo capitalista que ha terminado erigiéndose no es un mundo de pequeños propietarios y su «libre competencia». Es un mundo regido por el capital financiero, un mundo de mercados cartelizados y oligopolistas.
Las modernas escuelas liberales carecen de teoría seria para explicar cómo ese mundo llega a la fase de la crisis. La suplen con patéticos llamamientos a «volver a la senda abandonada» de un capitalismo desligado del Estado, que jamás ha existido, y con denuncias del maléfico “intervencionismo” que ha mancillado al virginal mercado original. La restauración de ese marco permitiría a la “creatividad innata del Hombre”, identificada con la creatividad innata de los empresarios capitalistas, coordinar sus “libres iniciativas” sin que nadie se ponga al mando.
Las capacidades predictivas de esa corriente son nulas. Pueden hallarse textos de los liberales de la escuela austriaca atrincherados en Libertad Digital, que hace dos años profetizaban un periodo mundial de estanflación. Pero esta teoría mitológica cumple una importante función: dotar de munición ideológica al Capital para proceder a la fase destructiva del ciclo mediante un ataque al empleo, a los salarios, a las pensiones, a los derechos laborales, a lo público.
Con Zapatero los neoliberales se han montado un espantajo a su medida, atribuyéndole una caracterización de semi-bolchevique y, por supuesto, keynesiano.
Han sido estos sectores quienes desde hace años vienen demonizando a los funcionarios en particular y todo lo público en general. Son los que han proyectado la imagen de los trabajadores como responsables de la crisis, pues «han querido vivir por encima de sus posibilidades». Han sido estos heraldos de la guerra social contra los trabajadores declarada por la UE , nuestra banca y el régimen que la respalda, los primeros en proponer la rebaja del sueldo a los funcionarios, como prólogo de la que se impondrá a los trabajadores del sector privado, una reforma laboral para abaratar el despido, una reforma del sistema de pensiones para trabajar más años cobrando menos, preparando el desmantelamiento de ese sistema y la privatización de lo poco que queda del sector público.
Creían, ingenuamente, que Zapatero se iba a quedar atado para siempre a sus pactos con los grandes sindicatos y otras clientelas. Pero la UE y el FMI le han forzado a un viraje de 180 grados con el que, de momento, se ha quedado con las tres cuartas partes del mensaje económico del PP y ha dejado a los ultraliberales frenéticos prácticamente sin argumentario. Últimamente sólo pueden criticar las medidas de Zapatero por insuficientes.
Compadrean con el ideario de la paleo-España: monarquía y entronización de la moral católica como moral del Estado. Pero sus valores supremos son una abultada y enfermiza adoración al Individuo –es decir, el empresario– y a sus “derechos naturales” –ante todo la propiedad–, el economicismo más mezquino y una racionalidad reducida al espíritu de cálculo cortoplacista.
El PNR se niega a elegir entre liberalismo y “Estado social” keynesiano. Como afirma el citado punto de su Manifiesto-Programa, «aboga por un socialismo maduro, asentado en cuatro grandes pilares: la propiedad pública de los grandes instrumentos de producción y cambio; una planificación que permita dirigir la economía, no sufrirla; la tendencia a configurar el excedente creado por el trabajo nacional como fondo comunitario, destinado según convenga a los intereses generales; y la democracia aplicada a todos los niveles de gestión del sector socializado y de la planificación. Todo ello en aras de nuestra soberanía e independencia nacional, para liberar a nuestra Patria del yugo del gran capital y dotar de sustancia efectiva a la igualdad de oportunidades de los ciudadanos, para cerrar el camino al eterno retorno de crisis como la que ahora padecemos y para elevar el Trabajo al predominio que le corresponde».