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Elecciones secesionistas bajo la monarquía
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Algunos medios de prensa han celebrado con cierto jolgorio el monumental batacazo de Mas en las recientes elecciones catalanas. Veredicto inapelable de las urnas que, para tranquilidad del reinito, desactivaría las amenazas disgregadoras de su órdago soberanista.

El resultado obtenido por Mas, tal y como se ha destacado hasta la saciedad en innumerables titulares y artículos, ha quedado lejos de la «mayoría excepcional» a la que apelaba para avalar la consulta. Sin embargo, la exangüe victoria es suficiente para los propósitos de la oligarquía catalana de toda la vida, la camarilla de la sañuda persecución de lo español en Cataluña, de las comisiones del 3% y las cuentas en Suiza. Mas ya ha advertido que seguirá adelante con el referendo mientras atraca con nuevos recortes a los trabajadores y prosigue con sus mangoneos clientelares.

Al margen de las cábalas y cambalaches que medien para formar gobierno o pacto de legislatura con ERC –el partido con pedigrí independentista que ha irrumpido con fuerza en escena–, CiU mantiene su rumbo formando, además, mayoría secesionista con su socio: pretende forzar en primera instancia el encaje de una «Cataluña soberana» en la Españita borbónica, no la independencia unilateral. No al menos en esta fase, periodo en el que todavía puede exprimir al máximo la fabulosa coartada del expolio fiscal español ante las masas de charnegos convertidos al independentismo durante la crisis.

 

Pero lo cierto es que, independientemente del resultado de la jornada del 25-N, bajo la impunidad del juancarlismo se han convocado unas elecciones autonómicas como si se trataran en sí mismas de un plebiscito secesionista, prodigado por el presidente de la Generalitat quien, en atención a su cargo, conforme a la ordenación en vigor, ostenta la representación ordinaria del estado español en Cataluña. Y sin más inquietud, con la intención declarada de conculcar el orden jurídico-político, el president Mas ha sido reelegido prócer de la patria catalana en pos de estatalidad propia. Para quitar hierro al asunto está la Corona para la que, por boca de su príncipe heredero, «Cataluña no es un problema» y, por si acaso, para evitar fricciones el monarca Juan Carlos I abronca a ministros como «el pobre Wert».

La idea de un estado catalán dentro del estado español cuenta con los quintacolumnistas de la izquierda de la monarquía y algunos analfabetos funcionales de la política con ínfulas intelectuales que ofrecen el estado federal como la panacea superadora de todos los conflictos centro-periferia. Pero cuando el PSOE e IU hablan de reforma constitucional para acondicionar un estado federal, en realidad, quieren decir estado confederal: un artefacto compuesto, integrado por entidades soberanas con derecho a separarse.

Tanto Mas como Urkullu reclaman el «derecho a decidir», el reconocimiento por parte del juancarlismo de Cataluña y las provincias vascongadas como naciones soberanas. Y el régimen está dispuesto a otorgárselo porque todos los pasos que ha dado hasta el momento forman parte de una hoja de ruta confederal. Entre sus hitos: la reforma del estatuto de Cataluña, votado por menos del 50% del censo, calzando la «nación catalana» del preámbulo estatutario en el ordenamiento jurídico, amén de su posterior convalidación por el “Alto Tribunal”.

Pero si en rigor se acudiera al modelo federal propiamente dicho, representado para algunos indocumentados en el estado de las autonomías, nos encontraríamos ante un expediente efectivo para unificar realidades previamente independientes y soberanas. España ya completó su unificación estatal hace más de 500 años. Si entonces estuvimos en la vanguardia de la Historia, ahora nos deslizamos por sus sumideros. Con el juancarlismo no tenemos ni estado digno de tal nombre, ni nación española, sino naciones en curso.

 

La derecha de la monarquía y el sector llamado “constitucionalista”, recurre a discursos prosaicos para justificar la unidad del estado, tales como la imagen en los mercados y los inconvenientes económicos de una hipotética Cataluña independiente fuera de la Unión Europea. Y en última instancia, se enroca en el estado autonómico, que es un modelo que no responde a uno unitario ni compuesto, sea federal o confederal, sino a un engendro destinado a promover todo tipo de tensiones centrífugas, enclaves antiespañoles, gasto público incontrolado, despilfarro y corrupción. Alumbrado en la transición, responde al «espíritu de consenso» de la época; el cambalache conforme a la correlación de fuerzas que permitió la inserción de las «nacionalidades históricas» y que, desde entonces, nos ha llevado hasta a aquí.

Se diga lo que se diga, en Cataluña se constituirá un parlamento formado por una mayoría secesionista conformada por CiU, ERC y CUP. Y con el PSC e IC en connivencia para promover la consulta prometida por Mas. El irrisorio avance del PPC y el jubiloso crecimiento de C´s no contrarían, con enriquecedora pluralidad, la apabullante realidad de una minoría destinada a embellecer cual florero un parlamento antiespañol.

 

Hace muchos años los nacional-republicanos afirmamos que éramos tan demócratas como Lincoln, el presidente norteamericano, quien ante los intentos secesionistas de lectura confederal de la Declaración de Independencia, la constitución de los EEUU, por parte de los estados sudistas no dudó en cañonearlos hasta su derrota.

Ha llegado el momento de romper con el ordenamiento y el régimen antinacional sobre el que se sustenta para completar nuestro acabamiento nacional en una República, ni federal ni confederal, sino unitaria española, democrática y socialista en la que no tengan cabida legal los partidos antiespañoles ni ninguna manifestación separatista. Y esto no podrá realizarse en los comicios promovidos por los gobiernos de su majestad, ni en los parlamentos de sus autonomías, sino mediante el derrocamiento en las calles del juancarlismo y sus sátrapas.