Claman al cielo la ingenuidad, o la perfidia, de quienes a lo largo de esta legislatura, ante los esfuerzos denodados de Zapatero por aupar a los nacionalistas fraccionarios a costa de España, aguardaban que estallara una explosión españolista en su partido. El PP llegó al punto de atisbar a varias decenas de diputados del PSOE votando en contra del nuevo Estatuto de Cataluña en el Congreso. Han menudeado hasta el hartazgo los llamamientos a los “socialistas honrados”. Es notorio el fracaso de estas previsiones. Y para más INRI, resulta que la única protesta digna de tal nombre que nace en su seno, la de Navarra, alza las insignias justamente contrarias. Gran parte de los miembros del PSOE navarro han desafiado a Zapatero porque no les permite poner en práctica un pacto de gobierno con los nacionalistas anti-españoles que buscan anexionar Navarra a “Euzkadi”. No se levantaron airados cuando el mismo Zapatero les instaba, y de ello hace bien poco, a confraternizar con ellos.
La revuelta navarra, más que sacar a la luz pretendidas contradicciones del PSOE, revela la unanimidad que reina en él. Cuando la militancia acataba la coyunda con los separatistas, no era porque silenciara su desacuerdo por miedo a “quedar fuera de la foto”. ¡Es que comulgaba plenamente con ello! Hay que suponer que las posiciones favorables a ese tipo de maridajes son compartidas por el grueso del PSOE. En Navarra y en el resto de España. En momento alguno la colaboración del gobierno con la banda terrorista ha despertado una desaprobación apreciable en el partido de los “cien años de honradez”. A estas alturas, no podemos seguir tragando monsergas. Contra lo que sugieren la estulticia o la cobardía moral, Zapatero encarna el sentir generalizado de su partido.
Los medios de comunicación afectos al PP inflan la importancia de diversas excepciones a ese proceso, expelidas por la evolución del socialismo catalán y vasco. Ello ha dado vida a algunos foros y luego a proyectos de nuevos partidos que tan sólo difieren de los sectores liberales del PP en el punto de la laicidad. No es el patriotismo hispano lo que les anima –“España me la suda”, ha dicho no hace mucho uno de sus principales animadores–. Es un individualismo desmedulado que se inflama principalmente contra “los violentos” y “el sojuzgamiento de la sociedad civil” y se opone “a todos los nacionalismos”, entre los que hay que incluir al español. Explotan su procedencia de la izquierda para captar bolsas de antiguos votantes del PSOE escoradas hacia la abstención, con el fin de erigir rentables bisagras entre los grandes aparatos del régimen. Han saltado a la palestra solamente con el advenimiento de la era de Zapatero, y embellecen la anterior trayectoria del PSOE.
Con excepciones que se pueden contar con los dedos de una mano, las corrientes procedentes del marxismo no han conocido otro concepto de nación que el etnicista. El PSOE no se ubica entre esas excepciones. En su primera etapa, solamente su obrerismo mesiánico le imponía reticencias ante los nacionalistas vascos y catalanes, por ser burgueses más que por ser anti-españoles. Aun así, no vaciló en aliarse con ERC para alzarse en armas contra un gobierno de la segunda república en 1934. Bajo la dirección de Felipe González, el PSOE se desprendió de todo alifafe obrerista, trabó los pactos más vergonzosos con los nacionalistas vascos y amparó la gestación de nacional-catalanismo del PSC. Y tras la mayoría absoluta de Aznar, esa vía dio un salto cualitativo. Las tácticas sectoriales y los contagios regionales se han elevado a estrategia general y ésta se ha dotado de una envoltura ideológica. Consiste en ornamentar esos pactos con el barniz del progresismo. En lugar de las antiguas alianzas temporales con “burgueses de las nacionalidades oprimidas”, aparecen los “gobiernos de progreso”. Estos no sólo abaten sus consecuencias opresivas sobre los españoles, sino que afectan a la propia urdimbre ideológica del PSOE. Los nacionalistas étnicos, de corte lingüista y solapadamente racista, pasan a ser camaradas en la nave pretendidamente progresista. No hay, en general, en las filas del PSOE ni noción política de España, ni convicción ni emoción española. Hay, en el mejor de los casos, simple adoración del “Estado”, entendido como aparato muñidor o cucaña de prebendas. Otra cosa son los Guerra y los Bono: el manejo, en las vísperas electorales, de la invocación a España, para evitar su monopolización por el PP.
Se atribuye a Rosa Luxemburgo la divisa: “O socialismo, o barbarie”. Sigue manteniendo plena vigencia. Pero Luxemburgo no podía prever que el socialismo marxista, en su descomposición política e ideológica integral, pudiese llegar a encarnar una letal expresión de la barbarie; que, lejos de constituir una fuerza de progreso, llegase a desembocar en la reacción en toda la línea que representan las concepciones etnicistas, a lo que se añade la veneración del islam inculcada por el discurso de la alianza de civilizaciones.
El PSOE no es socialista, ni es obrero, ni es español. En lo político, es una fuerza capitalista, corrompida y tinta en sangre, dedicada a acomodar “como sea” lo que queda de España los grandes poderes económicos, bajo la férula de Eurolandia. En lo ideológico, es una de las muchas patologías que engendra la fase monopolista del capitalismo, en su involución devastadora de todas las conquistas del espíritu europeo, empezando por el concepto de Nación política democrática.
Ante el derrumbamiento de los mitos, el PNR alza la bandera de la lucha por Nación española constituida en república unitaria y asentada en un socialismo de justicia.