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El Dios que está detrás de Dios
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La disyuntiva en la que nos hallamos hoy los españoles es tan sencilla como trágica: o nos ponemos en pie para reemplazar con nuestra movilización al régimen de 1978 y edificar una república que garantice nuestra unidad nacional, sobre las bases de la democracia y la justicia social, o la continuidad histórica de España desaparece.

La Constitución actual es mero papel mojado; dentro de poco será papel higiénico. Esa Constitución no puede existir sin el consenso de las instituciones y fuerzas políticas que la engendraron. Y tal consenso hace tiempo que se fracturó.

¿Quién rompió el consenso? La Zarzuela, el PSOE y los nacionalistas periféricos entienden que lo rompió Aznar. Todo este sector juega en el mismo lado del tablero, si bien con las inevitables disensiones. Desde inicios de los 80, el rey ha jugado a beneficiar al PSOE. Piensa que el negocio de la Corona está más seguro con el PSOE en el poder. Y con los separatistas tranquilos. Ha dedicado mucho esfuerzo en tejer lazos familiares y crematísticos con ellos.

¿Y por qué considera este bando que Aznar rompió el consenso? Por tres razones fundamentales.

Primera. Del consenso formaba parte la connivencia estrecha con los separatistas catalanes y vascos, ya alojados en sus "nacionalidades", y la preponderancia de éstas en el conjunto del “país”. 

En principio, nada indicaba que Aznar fuese a apartarse de esa norma básica. Bajo su mandato funcionaron a pleno rendimiento las dos piquetas con las que desde 1978 se ha ido erosionando la unidad estatal española: el sistema de las Autonomías y las privatizaciones. Aznar pactó en 1996 con vascos y catalanes y les cubrió de inversiones en detrimento del resto de España. Además, aceleró brutalmente las privatizaciones, hasta extremos sólo superados en Occidente por el gobierno de Margaret Thatcher.

Sin embargo, a partir del 2000, Aznar dejó claras dos cosas: que ETA –que sacudía el árbol del que todos los separatistas recogían nueces– debía perder toda esperanza, y que no pensaba cambiar una sola coma del texto de 1978. 

En cambio, el resto del régimen consideraba necesaria una interpretación abierta de la Constitución. Los mandarines de PRISA, faros ideológicos del régimen, insistieron en una “lectura federal” de la Carta Magna. Realmente, lo que preconizaban era el tránsito desde la soberanía del pueblo español, entendido como cuerpo político indivisible, a una soberanía compartida entre “los pueblos de España”, en sentido étnico, dotados de perfiles para-estatales. Se trataba, por tanto, de una alternativa confederal.

Esta debía redorar la legitimidad de la monarquía –mediante su trasmutación “plurinacional”-. Debía servir de marco una nueva etapa de fortalecimiento del capital financiero y de los oligopolios, tanto los de viejo cuño como los brotados de las privatizaciones, al permitir un salto cualitativo en la merma de libertades y en la privatización de servicios e instituciones de protección social. Y debía alentar nuevos avances en la concentración monopolista, asociando de forma privilegiada a los mismos a las oligarquías catalana y vasca. Sobre todo cuando tanto en el centro y en el levante español se estaban erigiendo polos mucho más dinámicos y eficientes.

Segunda. Del consenso formaba parte la buena vecindad con Marruecos, a cuyo tiránico régimen se vinculan grandes negocios del rey y de un sector del PSOE, con Felipe González a la cabeza. Sin embargo, el incidente de Perejil, enfrentó a Aznar con Marruecos en lo que pudo ser el inicio de un conflicto bélico.

Tercera. Del consenso formaba parte la integración en Eurolandia bajo mando franco-alemán, diseñada a lo largo de los gobiernos de Felipe González. Pero resulta que Aznar no se hubiera atrevido al choque con Marruecos sin contar con el apoyo de USA y que, a cambio de ese favor, apoyó la invasión y ocupación de Iraq, que lesionaba importantes intereses de Francia y Alemania en ese país. No contento con esto, se lanzó a encabezar en el seno de la UE una fracción de los descontentos con la dominación de Bonn y París.

 

Ante todo esto, el grueso del régimen se alarmó. ¡Aznar no había entendido el consenso! Estaba rompiendo todas y cada de las reglas no escritas que sustentaban el estatu quo. Y por eso empezaron las movilizaciones: educación, Prestige, guerra de Iraq. Y como las movilizaciones parecían insuficientes para favorecer un derrumbamiento electoral del PP, vino el 11-M. Y todo lo que se deriva del 11-M.

Hemos asistido al establecimiento de una alianza estratégica entre PSOE y los separatistas que, con el pretexto de la “pluralidad”, reduce España a un conglomerado de “naciones” al nivel mafioso de sus promotores. Ha sido integrada ETA en esa alianza, como instrumento de demolición en nombre de la “paz”.

Este “proceso”  ha cosechado ya importantes éxitos gracias, en gran medida, al PP, que se ha ido sumando solapadamente a las políticas de Zapatero. Se ha desentendido de la clarificación del 11-M, se ha sumado a las reformas estatutarias anti-nacionales, ha cerrado filas con el PSOE en el apoyo a la Constitución Europea, ha pactado la renuncia a convocar nuevas elecciones en Navarra… ¿Cuál es, entonces, la función específica del PP? Castrar todo impulso de rebelión democrática española, incluso incipiente. ¿Cómo? Encerrándolo en el congénito discurso derechista: el acceso a la jefatura del Estado por derecho de bragueta forma parte de la idea de España. Su papel, por tanto, se contrae a desactivar todos los movimientos semi-espontáneos de resistencia española antes de que puedan radicalizarse contra el sistema de la partitocracia coronada. A esta ejecutoria traidora y anti-nacional se sumará la estupidez, si de todo ello espera agradecimientos. Pues es también congénita la disposición borbónica a dejar tirados a sus fieles, a quienes tiene por seguros, tan pronto como le estorban. 

Por ello debemos apartarnos de quienes pretenden concentrar el fuego de la resistencia española solamente en la figura de Zapatero. Es sólo el actual gerente del “proceso”. No es Dios. Y aunque lo fuera, tendríamos que seguir el consejo de Borges y no perder de vista al “dios que está detrás de Dios”.