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El “guardián de la Constitución”, esbirro del Estado de partidos
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Resuena todavía el escándalo de las conversaciones telefónicas de la Sra. Emilia Casas, baranda del Tribunal Constitucional, con una abogada, hoy encarcelada como inductora del asesinato de su ex marido, a la que aconseja gratia et amore que si alguna vez recurre en amparo ante el propio TC, «me vuelve a llamar».

La Sra. Casas no sólo obtuvo apoyo inmediato del gobierno, sino también del Tribunal Supremo que se apresuró a archivar la conversación de Casas con la presunta abogada homicida por entender que no hubo asesoramiento ilícito, es decir, que no cometió delito. Como mínimo cabe afirmar que incurrió en falta muy grave, de acuerdo con lo establecido en el artículo 389.7º de la LOPJ, en conexión con el 417.6: el cargo de Juez o Magistrado es incompatible con todo tipo de asesoramiento jurídico, sea o no retribuido.

Este escándalo demuestra la podredumbre de las más egregias cúspides de nuestro sistema institucional. Y lo que esconde es la lucha por el control político del alto tribunal. 

Y es que, desde que en 1985 el Tribunal Constitucional se arrodillase ante el gobierno socialista dictando la famosa sentencia del caso RUMASA, dando por buena la expropiación por decretazo del holding de Ruiz Mateos, la trayectoria del Constitucional ha estado siempre marcada por su genuflexa servidumbre respecto de la mayoría parlamentaria de turno. Lo que fue presentado como órgano garante de la interpretación de la constitución de 1978, ha carecido de cualquier independencia para servir en los grandes temas de Estado de anclaje jurídico frente a los vaivenes y apetencias políticas.

Peor aún, el Constitucional ha sido instrumento esencial para consumar la deriva autonómica que sufrimos, consintiendo desigualdades manifiestas entre comunidades autónomas. Para perpetrar el vaciamiento de las competencias del Estado sin obstáculo alguno. Para refrendar las políticas separatistas de inmersión lingüística. Un proceder que tenderemos nueva ocasión de verificar con ocasión de su próximo pronunciamiento sobre el estatuto de Cataluña, con una sentencia que quizá trate de salvar la imagen del legislador, declarando inconstitucionales aspectos secundarios o terciarios, pero que preservará los aspectos más decisivos de cara a la desarticulación de la unidad nacional de España. Con ello colmará de euforia al PSOE y a los nacionalistas antiespañoles, a la vez que proporcionará coartada a las claudicaciones de Rajoy. Éste ha manifestado que «el PP no retirará el recurso de inconstitucionalidad» contra el Estatuto soberanista catalán, para, a renglón seguido decir que estará «a lo que diga el Tribunal Constitucional».

El Tribunal Constitucional es, de hecho, una tercera Cámara política, junto a Congreso y Senado, que interpreta la Constitución como una prolongación de los partidos con representación parlamentaria que nombran a los magistrados componentes de ese “guardián de la Constitución”. Y lo peor es que la propia regulación que de la composición del “alto Tribunal” hace la Constitución de 1978 es la que impide su imparcialidad e independencia y la que abre cauces a las componendas y banderías entre los distintos grupos políticos, con los penosos espectáculos a que estamos asistiendo en medio de la desmembración de España.

En el seno de la república española por la que lucha el PNR abogamos por la supresión cualquier tipo de tribunal constitucional emanado de los órganos legislativos. Las competencias del “guardián de la Constitución” deben ser encomendadas a una sala especial del Tribunal Supremo, o incluso a la propia institución presidencial. Es claro que, para la primera solución, también habría que modificar el actual sistema de designación de miembros poder judicial, dejando que sean los propios jueces y magistrados quienes elijan a sus representantes.