La reunión en Washington
La declaración final de la cumbre reafirma los principios clásicos del capitalismo, «los principios del libre mercado, incluyendo el imperio de la ley, el respeto por la propiedad privada, el comercio y las inversiones libres en los mercados competitivos». Ya conocemos sus consecuencias. Gracias al “libre mercado”, el trabajo es degradado al papel de una mercancía entre otras. Gracias al “respeto a la propiedad privada”, el gigantesco excedente amasado por el conjunto del trabajo de las naciones adopta la forma de beneficio privado o de interés bancario, atribuido a una minoría social, y se destina principalmente al avance incesante de la acumulación de capital. Y en cuanto al progreso científico y tecnológico glosado por la declaración, se desenvuelve a través de un carrusel infernal de crisis y guerras.
Naturalmente, la declaración ha debido reconocer la importancia del Estado, para que puedan existir “unos sistemas financieros eficientes y eficazmente regulados”. Es lo menos que podía hacerse en una coyuntura que el “libre mercado” sólo se mantiene gracias a astronómicas transferencias de riqueza a los banqueros y oligopolios.
Algunos ultraliberales gimen quejumbrosos ante el riesgo de una violación del santuario de los mercados. José Blanco, que es más inteligente que esos ultraliberales, ha realizado la radiografía perfecta del momento: «más Estado y menos mercado». Pero, con ello, no ha hecho más que enaltecer la completa bancarrota moral del sistema al que sirve.
Afirmó Adam Smith: «no es la generosidad de tabernero, sino su codicia, lo que nos proporciona buenas pintas de cerveza». El sistema tiene como resorte el egoísmo más desenfrenado, que se ajusta como anillo al dedo a una sociedad fundada en valores individualistas y hedonistas. La codicia nutrida por la explotación de los trabajadores debe pechar con el riesgo, si pretende un ápice de dignidad. La libertad para el éxito y el enriquecimiento exige como mínimo, en contrapartida, la libertad para el fracaso y la ruina. De lo contrario, queda en prepotente y cobarde baladronada. Pero esto último es lo que ocurre con el “más Estado” que José Blanco celebra cínicamente: tras la extorsión salvaje del excedente en el periodo de las vacas gordas, viene el “más Estado” para el expolio fiscal en aras del rescate de quienes han conducido a la catástrofe. El papel reservado al socialismo –de ricos– de José Blanco es el salvamento del capital y el envalentonamiento de su repugnante codicia.
Por otra parte, la cumbre no ha cumplido ningún objetivo concreto. Algunos lo han atribuido a la situación de debilidad con la que Bush ha convocado la conferencia. Otros, a la indiferencia con la que el nuevo presidente electo Barack Obama se ha manifestado respecto a la misma: con la excusa que sólo hay un presidente de Estados Unidos hasta el 20 de enero, se ha desentendido de cualquier tipo de acuerdo que se pudiera adoptar en la cumbre. Pero la realidad es que no existen apenas coincidencias entre la posición defendida por algunos líderes de Eurolandia y la que defiende Estados Unidos.
Sarkozy quiere la creación de un órgano global de regulación financiera, así como una mayor supervisión de los fondos de inversión y las agencias de calificación. Los norteamericanos ven con hostilidad cualquier iniciativa contra “el libre comercio”. Y Ángela Merkel no parece muy dispuesta a que Alemania sufrague los delirios de grandeur del napoleón de bolsillo.
El resultado es que se anuncia una nueva cumbre dentro de cien días, convocada por el nuevo presidente Barack Obama, en la que se verá si existe algún espacio de acuerdo. Desde luego, cabe afirmar por adelantado que no existe la menor posibilidad de que Estados Unidos acepte un órgano de regulación mundial. Para desencanto de muchos progres, el “multilateral” Obama no va a ceder el poder de Estados Unidos de regular su propio sistema financiero.
En consecuencia, no se puede decir, como hace Zapatero, que después de la reunión de Washington las cosas han cambiado en relación a la crisis. Aquí no ha cambiado nada. El capitalismo seguirá siendo capitalismo, con el grado de intervencionismo estatal, sufragado por los contribuyentes, que en cada momento hagan preciso sus quiebras. Seguirá siendo imperialismo, con sus tiburones asestándose dentelladas. El mundo actual es un patio de Monipodio; por eso, la cumbre del G-20 no ha sido más que una tenida de representantes de los peores vampiros del planeta.